INTRODUCCIÓN A “TALA”

Alfonso Calderón

En Excusa de unas notas –que se incluye al final de Tala -, Gabriela Mistral admite que el libro lleva “algún pequeño rezago de Desolación”, lo cual se advierte visiblemente en la primera sección, denominada “Muerte de mi madre”. Allí mismo, sin prisa, deja constancia de que así ocurre “en mi valle de Elqui con la exprimidura de los racimos. Pulpas y pulpas quedan en las hendijas de los cestos. Las encuentran después los peones de la vendimia, y aquello se deja para el turno siguiente de los canastos”.

Sin lugar a dudas, lo que distingue a ambas obras no sólo es una libertad de tono y de color, sino que la proyección del mito. En un salto del mundo del individuo al mundo mágico de la colectividad americana, Gabriela Mistral se deja tomar por la noción de que la palabra poética puede constituirse en un acta de fundación, transformando el espacio natural en espacio mítico.

Si leemos bien el poema “La flor del Aire”, notamos que allí la poesía, “gobernadora del que pase, / del que le hable y que la vea”, la incita a subir al monte – un lugar mágico en donde habita-. El consejo es seguido sin demora. Y son los ojos que han llorado el largo lamento, el sueño febril, los adjetivos tenaces de Desolación los que florecen en esa primera cosecha:

“Trepé las peñas con el venado,

y busqué flores de demencia,

las que rojean y parecen

que de rojez vivan y mueran.

Cuando bajé se las fui dando

con un temblor feliz de ofrenda,

y ella se puso como el agua

que en ciervo herido se ensangrienta”.

La travesía es larga y se apoya en un tiempo simbólico que no conoce límites. De pronto, el haz se colma. Cortadas aquellas flores, “ni azafranadas ni bermejas” – es el color que no se nota, que se mira por dentro de las cosas y cuya aura simbólica acompaña a la cosecha de Tala -. Así llevará siempre esas flores “sin color”.

“... ni blanquecinas ni bermejas

hasta mi entrega sobre el límite,

cuando mi Tiempo se disuelva...”

El tono del libro es un retorno al de la música sagrada, a la modalidad del himno griego, porque siente ya “el empalago de lo mínimo”. Y reclama –sin considerar, por exterior y lejanamente decorativo, el modo de Darío o de Chocano – lo que se echa de menos “cuando se mira a los monumentos indígenas o la Cordillera”, esa sabiduría tonal que deberá surgir de “una voz entera que tenga el valor de allegarse a esos materiales formidables” (Nota a “Dos Himnos”).

Más allá del inhóspito recuento naturalista, Gabriela Mistral tiene el deseo de reivindicar lo que Valery llamó la presencia de la substancia de las cosas, en el corro de un juego cruzado y solidario de los ritos del mundo. Todo poema mayor de la escritora tiende a situar un acontecimiento primordial – para emplear el lenguaje de Mircea Eliade -, que se aparta de su propia duración para eternizarse en el mito. Con ello, arranca a los acontecimientos de un tiempo profano para insertarlos en el tiempo mítico, ese que cumple una función básica, la de determinar los paradigmas de todos los ritos y todas las actividades humanas significativas –alimentación ç, procreación, trabajo[1].

Por cierto que al conformar una imagen del mundo, todo sería letra muerta “si no despertara en nosotros virtualidades dormidas, siempre prontas a reaccionar con mitos a las solicitaciones del mundo”[2]. Dardel sugiere que “la roca que se ve es el antepasado que ya no se ve”, cuando el mito opera, puesto que ahora es su aparición, “la forma visible que oculta y muestra a la vez lo invisible”[3]. En Tala, todo acontecimiento adquiere una carta de ciudadanía ritual:

“¡Carne de piedra de la América,

halalí de piedras rodadas,

sueño de piedra que soñamos,

piedras del mundo pastoreadas;

enderezarse de las piedras

para juntarse con sus almas!

¡En el cerco del valle de Elqui,

en luna llena de fantasma,

no sabemos si somos hombres

o somos peñas arrobadas!”

(“Cordillera”)

Lo mítico – según Dardel – consiste en “una lectura diferente del mundo, una primera coherencia puesta en las cosas y una actitud complementaria del comportamiento lógico”[4]. Tala (1938) es, de acuerdo a lo formulado por Dardel, una nueva lectura de América, una exigencia del apoyo ritual para que hombre y naturaleza vuelvan a ser uno, en básico entendimiento, conectándose con el primitivo ser americano y sus particulares teologías:

“Y otra vez íntegra incorpórame

a los coros que te danzaron,

los coros mágicos, nacidos

sobre Palenque y Tihuanaco”.

(“Sol del Trópico”)

Sin dejar que la palabra poética se espese –moviéndose entre el fervor y la invocación-, Gabriela Mistral pretende quitar las máscaras nuevas a América –las de la Conquista- para que surjan límpidas y eternas las antiguas, y de allí dejar que encuentre la pasión el origen del canto, en la vieja historia, con su religiosidad trágica. La pasión americana de Gabriela Mistral es – como lo advirtiera sagazmente Gastón von dem Bussche – “pasión religiosa del mundo”[5].

La lectura de Tala – una lectura posible ­– arranca de allí...

ALFONSO CALDERÓN
Escuela de Periodismo
Universidad Católica de Chile.

En: Gabriela Mistral. Tala. Editorial Andrés Bello, Santiago, primera edición, 1979.



Notas


[1] Cf. Raffaele Petazzoni, Miti e Leggende, volumen I, Africa-Australia, Unione Tipográfica Editrice Torinese (1948).

[2] Eric Dardel, “Lo mítico”, en Diógenes Nº7, septiembre de 1954, p. 43, Editorial Sudamericana, Buenos Aires.

[3] Ibid., p. 50.

[4] Íbid, p. 43.

[5] “Visión de una poesía”, Ediciones de los Anales de la Universidad de Chile, 1957, p.10.