Identidades en el espejo.
Diálogos entre Gabriela Mistral y Victoria Ocampo

Por Alicia N. Salomone[1]
Universidad de Chile

“El genio-hombre la embriagó siempre,
pero el genio-mujer la intrigaba...”

G. Mistral, “Victoria Ocampo” (1942).


1.     
Introducción.

Gabriela Mistral, comentando un libro de Victoria Ocampo relativo a la vida y obra de Emily Brontë, nos advierte sobre la extrañeza de la escritora ante un personaje inusitado para los cánones genérico-sexuales de la época victoriana, quien había logrado producir una escritura genial en medio de un paisaje físico y social inhóspito. Motivada por una sorpresa e intriga semejante, intento acercarme en este trabajo a la relación entre Gabriela Mistral y Victoria Ocampo, centrándome en los diálogos intertextuales que estas escritoras sostuvieron durante casi tres décadas de amistad y vinculación intelectual. Si las voces de mujeres sólo recientemente comienzan a ser rescatadas para el discurso cultural latinoamericano, los entrecruces dialógicos de esas voces apenas han sido revisados. En este sentido, me interesa rastrear ciertas líneas de esas presencias que, en gran medida, aún continúan siendo ausencias.

El trabajo lo voy a realizar a partir de una serie de textos que ambas escritoras se intercambian entre 1930, después de un primer encuentro personal en Madrid, y 1957, año de la muerte de Mistral. En este lapso, Mistral y Ocampo mantienen una intensa correspondencia[2], se dedican varios textos en prosa (recados y testimonios) y un poema. De este amplio corpus, que debería completarse con los escritos donde Victoria se refiere a Gabriela con posterioridad a 1957, seleccioné los siguientes textos para focalizar mi análisis: de Mistral, el recado en prosa “Victoria Ocampo” (1942); el “Recado a Victoria Ocampo en la Argentina” (1937), poema incluido en Tala (1938); y ciertas cartas. De Ocampo, “Gabriela Mistral y el Premio Nobel” (1945), editado en Testimonios Tercera Serie (1946); “Gabriela Mistral en sus cartas” (1957), publicado en la Sexta Serie de sus Testimonios (1962); “Y Lucila le hablaba al río” (1957).

El período comprendido en el estudio (1930-1957) es casi coincidente con el que Grinor Rojo define como la primera transformación de nuestra modernidad (1920-1950), el cual, desde el punto de vista de una genealogía de mujeres intelectuales, es clave. Es que, en ese momento, es posible pesquisar un conjunto de voces que emergen en el discurso intelectual latinoamericano, a través de los textos de Mistral y Ocampo, Alfonsina Storni, Amanda Labarca, Juana de Ibarbourou, Teresa de la Parra, Antonieta Rivas Mercado, entre otras, y que ya no suponen un fenómeno excepcional ni aislado. Como dice Rojo:

“... obstinarse en atribuirles demasiada importancia a los ejercicios femeniles de poder paralelo que nuestra historia registra con anterioridad al estreno de la era moderna, a nosotros por lo menos nos parece más un consuelo especulativo que un indicio de conocimiento. Ahora bien (...) desde la segunda y tercera década de este siglo hasta los años cincuenta más o menos, según el grado de desarrollo del país o la región de que se trate, las mujeres de nuestro hemisferio que cruzan al territorio de El Padre ya no son la excepción(Rojo, 1997:60).

Estas voces de mujeres son portadoras de nuevos saberes y nuevos discursos que, según lo planteado por Aralia López González, pueden ser definidos como femeninos (la mujer hablada y pensada por la mujer) y/o feministas (expresión de una contra-Razón), y se constituyen en pugna frente al discurso de lo femenino, que elabora la lógica patriarcal (López-González, 1995:19-24). De este modo, las mujeres de esta generación llevan adelante su intento por quebrar lo que Victoria Ocampo llamaba el “monólogo masculino” de nuestra cultura (Ocampo, 1936:13-14), desplegando lo que Jean Franco caracteriza como una “lucha por el poder de interpretar”; lucha que suele captarse menos en el nivel abstracto de la teoría, que en los “géneros no canónicos de la escritura”, como cartas, historias de vida o en denuncias (Franco, 1993:11). En el caso de Mistral y Ocampo, el uso de estos géneros discursivos se remite a cartas, recados y ensayos-testimonios, los que incluyen un énfasis particular hacia lo oral, lo conversacional y el dialogismo, según lo entiende Mijail Bajtín[3].

En este marco, los objetivos que pretendo desarrollar en este trabajo apuntan a revisar, en los textos de Mistral y Ocampo, dos aspectos relacionados: por una parte, las maneras en que se construye en ellos la identidad genérico-sexual femenina, disputando y negociando nuevas representaciones, en el marco de las visiones sociales dadas; y, por otra parte, estudiar cómo, desde esa diferencia sexo-genérica, se conforman visiones particulares sobre la identidad cultural americana en el período histórico considerado. Afirmo que ambos aspectos están vinculados pues la subjetividad femenina y la identidad social emergen en el marco de una experiencia historizada y no responden a una concepción abstracta de lo femenino: la “identidad genérico-sexual femenina”, por tanto, se conforma como una posición particular y relativa a un contexto histórico-social siempre cambiante (López-González, 1995:15). Del mismo modo, la noción de identidad cultural tampoco se asume desde una perspectiva esencial y ahistórica, sino que se entiende como la forma que ciertos/as sujetos,  históricamente determinados/as, dan cuenta de su pertenencia a una comunidad/nación/región, construyendo sentidos con los cuales se pueden identificar (Hall, 1997:55).

Las hipótesis en que me apoyo sostienen que, en los diálogos intertextuales de Mistral y Ocampo, se ponen en juego ciertos mecanismos de construcción de la identidad sexo-genérica, entre los cuales tiene especial importancia el establecimiento de relaciones especulares entre la emisora y la destinataria, que permiten observar cómo estas sujetos buscan autoafirmarse, en el contexto de una cultura de diferencia sexual jerárquica que no las reconoce como tales. Por otro lado, en estos textos se expresan visiones que, al situarse desde esa experiencia de la diferencia sexo-genérica, y dadas ciertas condiciones epocales de producción, circulación y recepción de los discursos de mujeres, nos entregan representaciones alternativas a las hegemónicas acerca de la identidad cultural americana.


2. Identidades femeninas: la una, la otra y el espejo.

Una pregunta que surge de inmediato al seguir la relación de estas dos escritoras es cómo logran establecer un vínculo tan sólido y duradero, a pesar de que se vieron sólo unas pocas veces (en Madrid, 1930; en Mar del Plata, 1937; en Nueva York, 1956; quizás otro encuentro en Europa) y de las perceptibles distancias de clase, etnia, nacionalidad, cultura e ideología entre ellas. Sin una mirada que ahonde en la dimensión genérico-sexual, esta pregunta sería de difícil respuesta y así lo señala Doris Meyer en su estudio del epistolario de las escritoras. Para Meyer, la relación se sustenta en los fuertes vínculos intelectuales y afectivos entre ambas, quienes como otras mujeres de letras de América Latina:

“... crearon entre ellas un ambiente de cariño y de apoyo en el que ellas, como mujeres con conciencia de su género, podían compartir pensamientos y sentimientos sin tener que disfrazarse o ‘desexualizarse’ a sí mismas...”(Meyer, 1996:89).

El enfoque de Meyer es interesante, en la medida en que busca penetrar el “inexplorado espacio de la comunidad intelectual femenina” de nuestro continente (Meyer, 1996:89). Considero, sin embargo, que no profundiza suficientemente su perspectiva, lo que conlleva el riesgo de hacer una lectura superficial o desproblematizada de la relación entre las escritoras. La clave, a mi entender, pasa precisamente por ahondar en cómo logran articular ese ámbito de comunicación alternativo entre mujeres, que les permite hablar de sí mismas y de sus experiencias con mayor libertad.

Desde mi punto de vista, los textos que unen a Mistral y Ocampo revisten singular interés para observar de cerca la construcción de ese espacio de mutua indagación en torno a la identidad sexo-genérica, apelando a las múltiples identificaciones que la otra, en tanto espejo, posibilita a la hablante. Así, ellos nos muestran cómo cada emisora percibe y proyecta en la otra una parte de sí, con la cual se identifica, y otra/s parte/s de sí, con la/s cuales pugna, construyendo una relación especular y complementaria que, naturalmente, está atravesada por tensiones y conflictos. Así, en estos textos, van emergiendo imágenes que remiten a una multiplicidad femenina que confronta (de forma consciente e inconsciente) con las representaciones patriarcales que históricamente han nombrado a las mujeres de manera unívoca, impidiéndoles acceder a una singularidad (subjetividad) que esté más allá de las oposiciones binarias que las limitan (Violi, 1991:155).

En el recado en prosa de Mistral (1942), estas operatorias quedan claramente expuestas a través de un debate que gira en torno a la identidad genérica y cultural de Victoria Ocampo, a los territorios que Mistral juzga más propicios para el desarrollo de su escritura y a los conflictos que se le presentan a Victoria dada su dependencia frente a la tradición canónica y al uso de lenguas extranjeras. El texto se inicia con una deconstrucción del discurso oficial que comienza a fijar a Victoria (ya poderosa en el mundo cultural de los 30s, en su calidad de editora de la revista Sur) en una serie de representaciones mitificadas[4]: su “leyenda negra”, dice Mistral (1978:50). A Gabriela, en cambio, se le presenta como una sujeto que se resiste a definiciones únicas y que ella logra percibir en toda su complejidad, más allá de las opiniones dominantes y de las estrategias de enmascaramiento (“jugarretas”[5]) con las que se (en)cubre la propia Victoria. Así, le dice en una carta:

“Vino su libro, que mucho le agradezco. Y ahora no faltan sino esas pags. de Infancia para garrapatear a mi Victoria, a la mía, que no es exactamente la de los otros” (carta s/f)

Y esta misma idea la desarrolla posteriormente en el recado en prosa:

“En Victoria ha de haber muchas Victorias, pues yo me conozco cuando menos cuatro... Una es la ahijada de Francia que se saben todos (...). Y hay al costado acá de esta fiel al Sena y a Racine una ‘advertida’ de que el Sena no vale para todas las cosas (...). Esta Victoria que se hace la escapada hacia el canal, llega al otro lado y se aposenta en la orilla diez veces opuesta (...). Y hay detrás de estas dos Victorias de mente prestada a la extranjería, detrás de estas dos grandes veleidades, que unos le tienen por vicio y otros por niñerías, una formidable argentinaza que, en cuanto tira ese espejo donde se mira y se desfigura a todo gusto, se nos quedan los suyos en la más radical y desusada argentinidad, riéndose de los que les creímos las jugarretas...” (Mistral, 1978:49).

Este fragmento, que nos devuelve a una Victoria compleja y contradictoria, ya no blanca o negra, también permite volver la mirada hacia Mistral, y reconocer en esta emisora que reclama en la otra el reconocimiento de una subjetividad menos codificada y más plural, a quien entonces también pugna por encontrar lugares de enunciación que le permitan ir más allá de los espacios que admite para ella el discurso oficial, sea como amante y madre frustrada, maestra o la portavoz de un indoamericanismo simple. Al respecto, Adriana Valdés ha comentado que esta búsqueda de la sujeto mistraliana en pos de esos lugares nuevos ya se hace expresa en Tala. Si en su libro primero, Desolación (1922), la subjetividad femenina se construye a partir de la mirada/deseo del Otro/Dios, en cambio, en el texto de 1938 (contemporáneo a los diálogos con Ocampo) la sujeto transita desde el vacío dejado por el Otro ausente, hacia nuevas identidades/máscaras/personas que toman la palabra alternativamente y de manera inestable. Como dice Valdés, Tala pone en evidencia:

“... encontradas piezas (...) de una identidad particularmente difícil. Collage, yuxtaposiciones, extrañamientos, exilios, desplazamientos, codos para el miedo, nexo y énfasis. Un sujeto extranjero, culturalmente migratorio, ubicado en la intersección de culturas distintas y haciendo entre ellas sus movidas de supervivencia, un sujeto particularmente latinoamericano, no en su afirmación, en su despojo. Un sujeto particularmente mujer (...) que roto el espejo de esa mirada [la del Otro], yerra, vaga, gestualiza el duelo de esa pérdida”. (Valdés, 1995:226).

Volviendo a Victoria, cabe preguntarse cómo se representa Mistral en su discurso. Para ella, Gabriela cubre una ansiedad de referentes femeninos con que busca afirmar una identidad que le resulta muy costosa y que le ha demandado mucho tiempo de constitución: la identidad de mujer escritora. Tensionada entre su vocación literaria y las restricciones que le impone su medio social, Ocampo inicialmente busca apoyos masculinos y canónicos, intentando legitimarse como escritora en el campo intelectual argentino: José Ortega y Gasset, a mediados de los años 20s, fue su principal referente y mediador en la publicación de su primer libro: De Francesca a Beatrice (1926). Frustrada en sus expectativas de reconocimiento, Ocampo asume una doble estrategia en los 30s: por un lado, se convierte en editora y mecenas de Sur, consolidando una posición de poder en el mundo de la cultura; y, en términos de su propio proyecto escriturario, reorienta su búsqueda de referentes hacia las mujeres intelectuales, en particular, Virginia Woolf y Gabriela Mistral[6]. Relatando los encuentros iniciales con las dos escritoras, Victoria siempre refiere a cómo es definida por la mirada del Otro: ojos que la observan y la juzgan, colocándola en un lugar subalterno; es la exótica sudamericana, para Woolf, y la europeizada que niega su lengua materna, para Mistral; en ambos casos, la imagen con que se autorrepresenta es la de una discípula fascinada pero temerosa, delante de Maestras distantes y exigentes.

Frente a Woolf esa sensación de insalvable alteridad que percibe Victoria nunca se disipa, como queda explícito en los diversos testimonios que escribe acerca de ella[7] . Esto no le sucede con Mistral: si ante Gabriela siente el peso de una jerarquía intelectual, sin embargo, logra establecer la corriente de afecto y aceptación que necesita para autoafirmarse. Victoria retoma varias veces el primer encuentro de ambas, siempre introduciéndole modificaciones, suplementos. En el relato de 1945, es la escritora inexperta que, entre rebelde y sumisa, acepta la palabra autorizada de Gabriela y le agradece el gesto legitimador involucrado en un regalo, un recado en verso:

“Gabriela reconocía de pronto que a pesar de mi Francia yo era tan fatalmente, tan ineluctablemente americana como la planta más humilde, como la especie de pájaros más común de la región. De pronto me perdonó el lugar de mi nacimiento y lo que mis primeros años de clase habían dejado de imborrable en mí. Me dio su poema como quien da un espaldarazo. Además del placer, ¡qué alivio!” (Ocampo, 1946:175).

En el relato de 1957, la distancia jerárquica ya casi no existe, disuelta en el recuerdo del cariño:

“Normalmente, debí de impacientarse ese día [por las recriminaciones de Mistral]. Pero no. Por arte de encantamiento, como vulgarmente se dice, la oí con inusitada mansedumbre. Y así como a veces se puede percibir desprecio o condescendencia bajo el elogio  [alusión a Ortega], sentí bajo la cometividad de Gabriela un benéfico calor amistoso ya activo. (...) Gabriela sonreía. La sorpresa cambiaba el dibujo casi amargo de los labios tristes y subía hasta los ojos, hasta las orejas en media luna que daba al rostro quieto una leve expresión de sorpresa, de incredulidad. Nunca, frente de mí, le conocí otra reacción. Yo era una de las tantas calabazas transformadas por ella en carrozas” (Ocampo:1957).

Por su parte, Gabriela percibe, ironiza y juega con los temores de Victoria frente a la escritura, convocando imágenes de su propia infancia: “en el negocio de escribir ella es la miedosilla de mi valle elquino”, dice en su recado (1978:51). ¿Qué asusta y detiene a Victoria, parece preguntarse Gabriela? ¿La tradición cultural, la deformación de los maestros europeos? Si esto le parece indudable, también percibe un anudamiento interno, un miedo a verse arrastrada por la fuerza intensa de su corporalidad/naturaleza, hacia terrenos insospechados e inseguros. Así, en textos y cartas la urge a dejarse llevar por la riqueza interior que la habita -“ancha como el Paraná en avenida” (1978:50)–, hacia una escritura arraigada en su experiencia femenina y en la materialidad de su cuerpo, del mismo modo que la impulsa a hacerlo en la vida. En este sentido, es significativa una carta donde Mistral contesta unas confidencias de Ocampo, entrelazando el cuerpo de Victoria con el cuerpo de su escritura:

“Porque ha de pasarle a Ud. en esto del cariño cosa parecida a lo de su obra. Ud. es  una mujer de pasión que no quiere soltarla en el papel, porque o se le ocurre que eso, la pasión no debe llevarse al papel o es que prefiere las famosas ideas a las pasiones. Puede que [Eduardo] Mallea conozca de verdad la trampa que conocen los lectores: la de que Ud. no menta lo mejor de Ud. misma. Para qué? Yo lo ignoro. Mezquindad no ha de ser. Ud. tiene una generosidad desatada de Ríos Amazonas. ¿Es miedo? Y para qué cree Ud. que el Repartidor le dio precisamente la pasión? (...) para ponerla en latas de conserva?” (Mistral, carta s/f).

No deja de sorprender que sea precisamente Gabriela, la que reprime la pasión y oculta el cuerpo, la guardadora de secretos, según explica en su trabajo Raquel Olea (1998:67), quien le exija a Victoria (como a su contracara) justo aquéllo que aparentemente no puede hacer. Se permite transgredir, sin embargo, en su escritura, mediante ciertos juegos deseantes, que Alberto Sandoval Sánchez descubre leyendo los cuerpos de mujeres en los textos mistralianos. Al respecto, dice Sandoval, que el cuerpo reprimido de Mistral retorna en una serie de imágenes donde la hablante posa una mirada transgresora, de mujer a mujer, cara a cara, que descentra la mirada patriarcal que sólo procura poseer y someter al cuerpo de la mujer, y se detiene en un juego gozoso con el cuerpo femenino, en un deleite de la mirada que se da sólo en el plano de la fantasía (1990:55). El cuerpo de Victoria también se convierte en objeto de esos juegos y así circula en muchos de los textos de Gabriela como, por ejemplo, en una larga carta desde Lisboa:

“... desde Abril se que es cierta la Primavera. Ya la tiene entera sobre Ud., en sienes, hombros y tobillos. A mí me falta verla así con la Primavera. No se si ella la ponga más feroz o si la funda a medias –que entera, ni la fragua de Vulcano... Curiosa mujer helada que le da a una de pronto ciertas sorpresas de la Cordillera, largarle un rodado de nieve que, de impetuosa, parece de fuego...” (carta s/f).

y se despide diciéndole:

“Ahora te paso la mano por los cabellos lejanos y blancos, perdona, perdona. Gabriela.” (carta s/f).

O bien, en el recado en verso que Gabriela le regala en Mar del Plata, el día del cumpleaños de ambas (el 7 de abril de 1937). En este texto, tras hacer un recorrido por la casa de la amiga, su entorno, su fruta y su pan, los niños que la habitan, la emisora termina por centrarse en esa mujer cercana y fraterna, retratándola en imágenes que captan un cuerpo femenino lúdico, vital, sensual, ajeno a las representaciones del cuerpo como cautiverio o destino (cuerpo-para-otros), dominantes en el imaginario de la época:

“La casa y el jardín cruzan los niños, (...) / y  te enredas con ellos en hierbas locas 
o te caes con ellos pasando médanos.” (...)

“Te quiero porque eres vasca / y eres terca y apuntas lejos (...)
 y porque te pareces a bultos naturales / a maíz que reboza la América
–rebosa mano, rebosa boca- / y a la Pampa que es de tu viento (...)
 

Te digo adiós y aquí te dejo, / como te hallé, sentada en dunas.
Te encargo tierras de la América /¡a ti tan ceiba y tan flamenco,

y tan andina y tan fluvial / y tan cascada cegadora
y tan relámpago de la Pampa!... ” (Mistral, 1989:147-148)


3. La identidad americana: el continente como una casa compartida.

La casa de Mar del Plata, donde Mistral y Ocampo compartieron unas semanas en aquel otoño de 1937, tiene hondo significado en esta relación de ambas. Gabriela la describe en su poema como un territorio de acogida en tierra extraña, pero más tarde vuelve a convocarla en momentos especialmente dolorosos, tras la muerte de su sobrino/hijo Yin Yin (1943), asociada al recuerdo de la amiga ausente:

“Es curioso” -dice en una carta a Victoria- “que en los días en que has estado en cama, yo he tenido en el hospital una curiosa entrada en tu casa de Mar del Plata. De los cuartos poco me acuerdo, pero sí de la lavanda sentada en cada uno de ellos (...) Me duele la decepción de que no vengas” (carta, s/f).

Victoria también recupera aquellos momentos compartidos, en un texto donde se despide de Gabriela, tras la muerte de ésta:

“¡Los higos y los duraznos de aquel año! Los veo, elegidos especialmente para ella y puestos en un canastito, entre hojas de hortensias, cada mañana. Esas mañanas de la tierra, esas mañanas del mar que jamás volveré a compartir con Gabriela!”. (Ocampo, 1962:82).

Los significados de esa casa no se resuelven, sin embargo, en la mera denotación de un ámbito privado/íntimo entre amigas. En mi opinión, ellos exceden hasta connotar un espacio común, abierto y público, en la que estas dos mujeres, con identidades diversas, pueden dialogar y convivir. Así, esa casa se constituye en un territorio potencialmente utópico donde construir (o re-construir) proyectos para los cuales las mujeres, en tanto sujetos carentes de ciudadanía y de legitimidad intelectual plena, no estaban habilitadas en el contexto de su época. Por ese mismo camino, aquella casa llega a constituirse en una metonimia de América, un continente “in the makining” lo designa Ocampo (1941:8), apropiado para que unas sujetos (también “en construcción”) lo hagan suyo, como lugar de encuentros y desencuentros, amistades, exilios, logros  y despojos, de heterogeneidades y diferencias que deben aprender a coexistir.            

Ahora bien, definir ese espacio discursivo común en torno de los significados de lo americano supone, en el caso de Mistral y Ocampo, pasar por un proceso de conocimientos y re-conocimientos que implica conflictos y mutuos acomodos, a lo largo de muchos años. Ya desde su primer contacto personal, Gabriela instala entre ellas el debate sobre la identidad cultural, recriminando a Victoria por el lastre de los modelos europeos adquiridos en la educación elitista de su infancia, en especial el francés, los que la limitan para asumir su doble alteridad: como escritora y como iberoamericana. Ese mismo lastre que, por otra parte, ve socavarse en la materialidad del cuerpo de Victoria, donde se le impone la marca indeleble de una naturaleza americana. ¿Qué bando resultará vencedor de esa confrontación discursiva en el cuerpo/texto de Victoria? Mistral, desde un papel muchas veces asumido de vieja sabia, la interpela buscando plegarla hacia el bando propio:

“Estas culturas extrañas son unas de tus llaves, pero no son todo, yo lo sé. Sigo creyendo que Racine y Cía. tenían que alejarte fabulosamente de la expresión que te dictaba tu cuerpo y tu temperamento, que les entregaste los jugos más fuertes de tu ser, que les hiciste una especie de holocausto de sangre, parecido a los judíos, que les hiciste una especie de juramento de echar atrás al escribir tu lengua, la tuya personal, que es mejor que la mía en frescura y color, y en plasticidad y movimiento.” (carta s/f)

En otros escritos, sin embargo, el tono polémico se alijera, dejando en claro cómo Gabriela también se mueve de la posición anterior, buscando atraer y articular, dentro de su propia construcción de una identidad americana, a la vertiente cosmopolita, que ve representada en Victoria. Ello, sin dejar de consignar las diferencias que, en términos de etnia y clase, también las separan:

“... yo necesitaba saber, saber, que el blanco completo puede ser americano genuino. No puede Ud. entender cabalmente lo que esto significa para mí!  Luego yo precisaba saber también que la literatura no destruye o carea (de cariar) a la mujer, que no la destruye en su esencia, que no le arrebata cierto tuétano sacro (...) Tal vez lo que en Ud. me falta no sea sino un lote de experiencias comunes. Las de la pobreza, la de la pelea, en sangre y barro, con la vida. (...). Durezas, fanatismos, fealdades, hay en mí de que no podrá hacerse cargo ignorando como ignora lo que son 30 años de mascar piedra bruta con encías de mujer, dentro de una saya dura.” (carta s/f).

En este marco de cercanías y distancias, Gabriela visualiza para Victoria un papel de mediadora dentro de la cultura americana: entre Europa y América, pero también entre las distintas Américas (la blanca y la no blanca; la ibérica y la sajona), haciéndola portadora de una misión, que debe ejecutar tanto a través de su escritura como de la tarea estratégica de difusión cultural realizada desde Sur:

“... algunas gentes a quienes preocupa el hecho americano como unidad la necesitamos y solemos sentir que Ud. nos falta. (...) yo sé que, a través de Sur principalmente, Ud. llega y obra sobre nuestros mozos sudamericanos. (...) Vagamente comprendo que Ud. teme caer –y hacer caer a Sur- hacia ese criollismo de pellones y espuelas anchas y mate o tango, en el que cayeron y se encenegaron otros. Háganos Ud (...) una americanidad a la vez clara y firme (...) Tal vez sea ese su encargo de este mundo: trasponer la argentinidad a unos limos más cualitativos. La americanidad no se resuelve en un repertorio de bailes ni de telas de color ni en unos desplantes tontos contra Europa. (...) Hay mil direcciones y sendas posibles dentro de ella y Ud. puede escoger, con su tino sutil, las más insospechadas.” (carta s/f).

En “Gabriela Mistral y el Premio Nobel” (1946), Ocampo asume la discusión a la que ha sido conducida por Mistral, haciendo un deslinde entre una vocación americanista conscientemente asumida y la imposibilidad de renunciar a su contacto con las lenguas/culturas extranjeras, que ya son parte constitutiva de su identidad cultural tanto como, en Gabriela, lo es el mestizaje indoespañol:

“Gabriela se había propuesto firmemente regalarme América” - dice Ocampo. “Tiene fantasías como ésa. Pero exigía en cambio que yo regalase a América -flaca retribución- mi propia persona, sin reservas. Sospecho que ya existía un entendimiento entre América y yo y que nos habíamos adelantado un poco a sus deseos. De otro modo, ¿la hubiera yo comprendido tan pronto? Lo dudo. Gabriela no se descifra, no se explica sin la clave de este Continente: el suyo, el mío.” (Ocampo,1946:174).

Si por un lado Victoria parece afirmarse con fuerza en su diferencia, por otro lado, un movimiento opuesto parece atraerla hacia una dirección contraria, a un acercamiento e  indagación en la vertiente otra de lo americano, que ella no reconoce en sí misma (la indígena, la popular), pero que puede percibir sin rechazo a través del cuerpo/texto de Gabriela. De este modo, como en un gesto recíproco al que recibe de Mistral, Ocampo también parece reconocerle a ella una misión mediadora que pasa, en su caso, por el acercamiento de lo indígena a lo blanco, completando aquella identidad unitaria que reclamaba para América. Y, como si buscara probar performativamente esa posibilidad, la emisora construye una textualidad en la que las voces de Victoria y de Gabriela tienden a imbricarse, hasta terminar casi confundidas en la alusión a la casa /espacio compartido o, en una temporalidad distinta, utópica, a ser compartido:

“Es que en Gabriela la preocupación de la tierra y de la raza es intensa y urgente. (...) Gabriela se enorgullece de la sangre india que se mezcla en sus venas a la sangre española; se enorgullece porque ama a los indios de los cuales desciende y porque ve, hoy, en esta raza, a los desheredados de la tierra. Los niños y los desheredados serán siempre su verdadera patria.

En el campo de Mitla, un día / de cigarras, de sol, de marcha,
me doblé a un pozo y vino un indio / a sostenerme sobre el agua
y mi cabeza, como un fruto, / estaba dentro de sus palmas.
Bebía yo lo que bebía, / que era su cara con mi cara
y en un relámpago yo supe / carne de Mitla ser mi casta.

Gabriela está aún como embriagada de ese recuerdo de infancia; embriagada de haber bebido, mezcladas en un agua pura, esos dos rostros. Ese instante la rodea aún como un mar del cual ella sólo sería la isla. Ese gesto, esa sed, ese sol, esa frescura duran aún.

Empiezo a no dudar de esta forma de eternidad. Gabriela está aún en este cuarto que fue el suyo. Come higos azules y rojos en un plato de borde turquesa. Me habla del Valle de Elqui, de México, del Mediodía de Francia. Contempla conmigo los tilos y las lambertianas cuyos verdes contrastan con tanta felicidad”. (Ocampo, 1946:175-176).


4. Discursos de mujeres: transiciones entre lo privado y lo público.
          

Gabriela Mistral y Victoria Ocampo desarrollan estos diálogos interetextuales en un período cruzado por la redefinición de los proyectos socioestatales en América Latina, lo que torna álgida la discusión acerca de la identidad cultural. Ello se evidencia en muchos textos, que, desde distintas ópticas, producen autores como José Carlos Mariátegui, José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Ezequiel Martínez Estrada, Samuel Ramos, Pedro Henríquez Ureña, Mariano Picón Salas, Octavio Paz, entre otros (Oviedo, 1991).  Los textos de mujeres, sin embargo, no son asumidos por la recepción crítica como parte de ese debate, lo que contribuye a crear la imagen de una cierta alienación de las escritoras de la época frente a los temas públicos, políticos e ideológicos.

Esta visión, que sólo empieza a revertirse desde hace poco, encierra la escritura de mujeres dentro de una literatura femenina, en la que sólo se percibe la dimensión discursiva de lo íntimo o lo sentimental. Esto se expresa en la manera en que la crítica considera las producciones líricas de las poetas, pero lo mismo sucede con los textos ensayísticos, los que se leen fuera de toda conexión con el mundo histórico-social. Es interesante, en este sentido, revisar un comentario de Pedro Henríquez Ureña, escrito en 1942, donde se refiere a los testimonios de Victoria Ocampo:

“Sólo de lo que muy personalmente le interesa habla Victoria Ocampo. De lo demás, para qué. Para dar testimonio de su interés no se le ocurre mejor manera que contar cómo se le despertó. El despertar va unido, en su memoria, al color y sabor del momento: si llovía, si zumbaban abejas y moscas, si se oían campanas, si la maestra estaba de buen o mal humor, si era tiempo de cerezas” (Henriquez Ureña, 1942:65-66).

Con agudeza, el autor advierte en los textos de Ocampo un discurso otro, una discontinuidad, dentro de ese discurrir ensimismado en vivencias personales y en un trato íntimo con las cosas: “una sola actitud históricamente condicionada: la protesta contra la condición proletaria, todavía proletaria, de la mujer en la sociedad occidental” (Henriquez Ureña, 1942:65). Una interpretación de sentido patriarcal, sin embargo, controla el corte, devolviendo a la emisora a su lugar de emotividad y pasiva resignación:

“El único tema que Victoria se empeña en tratar objetivamente es el de la situación de la mujer pero, bajo la aparente objetividad, qué sofocado temblor de irritación contra la estrechez mental, engendradora de la injusticia. Y al fin, la resignación: ‘nuestros sacrificios -los de las mujeres actuales- están pagando lo que ha de florecer dentro de muchos años, quizás siglos...” (Henriquez Ureña, 1942:67).

A partir de estos códigos (que circunscriben la palabra de las mujeres a la manifestación de la intimidad y reducen las demandas de igualdad genérica a un problema femenino que no supone cuestionamientos sociales globales) es posible comprender las dificultades y conflictos que deben enfrentar las escritoras de la primera mitad del siglo para instalar discursos otros en sus respectivos campos intelectuales. Por ello, desde la perspectiva de una historia cultural crítica, es importante atender no sólo a los contenidos enunciados en sus discursos sino al tipo de estrategias discursivas a que apelan en su expresión, productivizando ciertos territorios textuales para desplegar, individual y colectivamente, su propia disputa por el poder interpretativo.

En este marco, los textos que unen a Mistral y Ocampo me parecen un espacio relevante donde observar la constitución de un circuito de comunicación intelectual entre mujeres, por el cual fluyen nuevas miradas acerca de la cultura, que desplazan los límites impuestos a lo femenino por las visiones dominantes. Así, estos textos permiten apreciar las maneras en que los discursos de mujeres, enclaustrados social y culturalmente en la esfera de lo privado, buscan penetrar e insertarse en el mundo público.

Los diálogos intertextuales entre Mistral y Ocampo hacen visibles esas dinámica, en el despliegue de una escritura que, partiendo del ámbito privado y haciendo uso de un género discursivo que expresa ese espacio: el epistolar, se transforma luego en escritura pública a través de recados y testimonios, politizando (de forma consciente o inconsciente) la dimensión privada de esa experiencia/escritura originaria, que, de hecho, continúa siempre presente. Es que, como afirma Jean Franco a partir de lo planteado por Josefina Ludmer, en la medida en que lo personal, privado y cotidiano se constituye en punto de partida para otros discursos y prácticas, desaparece como aquéllo meramente personal, privado y cotidiano (Franco, 1986:39).

Estas transiciones entre las esferas privada y pública, me parecen esclarecedoras de las maneras en que las intelectuales de la época (incursionando en el territorio de El Padre) buscan canales de intervención en los debates públicos, desafiando las exclusiones que pesan sobre ellas. Por otra parte, ese fluido espacio transicional parece propicio para ejercitar mecanismos de autorización (de autor-ización), como se evidencia en las mútliples relaciones especulares puestas en juego entre nuestras dialogantes. El problema de la autovalidación no es menor pues, como afirma Francine Masiello, una de dificultades mayores que deben enfrentar las escritoras del período, en su pugna por acceder al campo de la cultura letrada, es la carencia de certeza epistemológica con la cual legitimar la autoridad de su palabra (Masiello, 1991:145).

A partir de lo dicho, no puede extrañar que el debate acerca de la identidad cultural americana, según surge de los diálogos entre Gabriela Mistral y Victoria Ocampo, esté absolutamente imbricado con la indagación acerca de la identidad genérico-sexual femenina. A mi entender, allí radica una parte central de la diferencia que muestran estos discursos frente a las visiones dominantes, en la medida en que ellos se articulan desde una óptica/vivencia generizada, que estas sujetos poseen y expresan acerca la experiencia cultural.


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Notas

[1] Magister en Historia (Universidad de Santiago de Chile-USACH). Profesora de la Universidad de Talca e Investigadora del Instituto de Estudios Avanzados de la USACH. Email: <asalomon@lauca.usach.cl> Trabajo realizado en el marco del Proyecto Fondecyt 1.000.213/2000.

[2] El epistolario Mistral-Ocampo aún está inédito. Pude consultar muchas de las cartas de Mistral en Buenos Aires, por gentileza de la Academia Argentina de Letras, pero no tuve acceso a las de Ocampo. Unas pocas de estas cartas fueron publicadas o aparecen citadas en textos de la autora y en ciertos estudios críticos y biográficos.

[3] Para Bajtín, “toda palabra (discurso) está dirigida a una respuesta y no se puede evitar la influencia de la palabra-respuesta anticipable”, de acuerdo a la naturaleza dialógica del pensamiento humano. Ahora bien, en el caso de las cartas, éstas incluyen de modo composicional la respuesta anticipada del otro. (Bajtin, 1986:254-288) Lo mismo podría decirse de los recados y testimonios de Mistral y Ocampo, en los cuales es explícita su cercanía con la forma epistolar y la oralidad-conversación. Al respecto, cfr. Doll y Salomone (1998).

[4] Tempranamente el discurso oficial comienza a tejer representaciones en torno de esta mujer de inusual poder en el espacio público del período: amazona de las Pampas, rica salonnière que atesora intelectuales de fama; europeísta insensible a América Latina; muchos no la consideran más que una snob sin méritos intelectuales. Mistral desautoriza esas visiones en una carta a Ocampo: “A mí no me importaría mucho su caso si tuviese la deshonestidad de los y las literatoides que le niegan a Ud. categoría de escritor. Pero desde que leí su primer libro ("De F. a B.") yo supe que Ud. entraba en la escritura literaria en cuerpo entero. Si yo creyese, como los mismos envidiositos, que su radio de influencias no es sino el de un grupo de señores zurdos, no perdería mi tiempo escribiéndole. La casta de los snob me importa menos que el gremio de los filatélicos” (carta s/f).

[5] En el juego de mutuas y múltiples identificaciones que nos propone este texto, Mistral alude a “jugarretas” para referirse a las estrategias de Victoria, lo que nos devuelve a su propia escritura y estrategias. Como explica Jean Franco, Mistral escribe dos series de “Jugarretas” (en Ternura y en Lagar), una forma asociada a juegos infantiles, adivinanzas y trabalenguas; la jugarreta es una “mala jugada” y, en esos textos, la bromista es la propia Mistral, burlándose o ironizando sobre ciertos códigos tradicionales (Franco, 1997:39-40).

[6] Es preciso destacar que, en este período, Ocampo también se vincula de forma activa a los movimientos de mujeres y feministas. En 1936, funda y preside la Unión de Mujeres Argentinas, organización que surge a raíz del enfrentamiento a una serie de medidas del gobierno conservador de la época, que pretendía imponer restricciones a los derechos civiles femeninos. (Meyer, 1979:221-227).

[7] Al respecto, cfr. Ocampo, Victoria, Virginia Woolf en su diario, Sur, Buenos Aires, 1954; “Carta a Virginia Woolf” (1934), en Ibid. (1954); “Virginia Woolf en mi recuerdo”, en Lawrence de Arabia y otros ensayos, Aguilar, Madrid, 1951.