GABRIELA MISTRAL Y UN MUNDO DE VERDAD

Siempre fue triste, “una niña huraña como son los grillos oscuros cuando es de día, como es el lagarto verde, bebedor de sol”, y aprendió a conocer las montañas de Elqui como las palmas de sus manos, sacando cuentas del pliegue del arbusto y del color de la piedra eterna. A falta de padre verdadero – don Jerónimo Godoy buscó caminos sin atarse al deber ni a las normas-, Gabriela se aferró a la tierra en un haz de sensaciones, viendo con un ojo total “los cerros tutelares que se me vienen encima como un padre que me reencuentra y me abraza, y bocanada de perfume de esas hierbas infinitas de los cerros”.

Qué extrañas le resultaron las tierras duras y arduas. No hallaba en ellas sino la penuria, la extensión del dolor, la prolongación de la queja. “El hambre de extensión verde – confesó – es para mí entre las más nobles avideces que llevamos, y yo no sé vivir en paisaje que no me la aplaque y, además, me la revele”. Y cómo se alegraba con el fervor del suelo o del cielo luminoso, con la fe de las raíces trepadoras, o con el orden de los pájaros en desmedro de un mundo seco, en el cual impera el muñón vegetal, el tizón que aún llora o la maleza desmedida.

Realidad y símbolo, el mundo circundante se le volvía vivo en la mirada, en el tacto o en el olfato, ya aún tenía dónde elegir: “Si yo quisiera símbolo para mí y que siendo floral no sea blando, del flamboyán me acordaría, que arde lo mismo que yo, como si Dios nos hubiese hecho a ambos en el mismo momentos, a mí con la derecha de hacer criatura, a él con la izquierda de hacer planta”.

Con las montañas y la luz de Elqui – y más tarde buscará el buen abrazo ceñidor para América toda - , y con la luz de un tiempo sin tiempo, viene para la niña Lucila lo que siguió siendo siempre el hallazgo fundamental de los libros. Primero, cuál mejor que el paisaje: “En las quijadas de la cordillera el único libro era el arrugado y vertical de trescientas y tantas montañas, abuelas ceñudas que daban consejas trágicas”. Allí, en los atardeceres de Montegrande, un día descubre el Libro: “Mi abuela estaba sentada en un sillón rígido, y yo me sentaba en una banqueta de mimbre. Ella me alargaba su Biblia, muy vieja y ajada, y me pedía que le leyera. Siempre me la entregaba abierta en el mismo sitio, en los Salmos de David”.

De esa sabiduría y de aquel venero poético caudal, de la mixtura de la cadencia y del símbolo, del vigor de la letra y de la extensión del espíritu, algo quedará para siempre en el mundo poético de Gabriela Mistral, dando la razón de amor a esta mujer sabia en el tiempo y en eternidades, fantasma de bulto que “hubiera querido vivir entre el pueblo hebreo y ser la Mujer Fuerte de la Biblia”. ¿Y no serán, por acaso, lugares gemelos, ámbitos comunes, sagrados espacios de infancia eterna, su Elqui y los pueblos de Jesús? Higueras numerosas, murallas centenarias, - sin otros padecimientos que el sol cotidiano -, asnos pacientes.

Como los viejos cronistas, dejó memoria de cuanto vio y, a veces, el fruto fue la extrañeza o la nostalgia. Maduró en el dolor y en la muerte. Y escribió, y escribió, siempre sobre sus rodillas, sin saber nada del pulido escritorio o de la mesa prestigiosa. De mañana o de noche, mientras “fui criatura estable de mi raza y mi país, escribí lo que veía o tenía muy inmediato, sobre la carne caliente del asunto. Desde que soy criatura vagabunda, desterrada voluntaria, parece que no escribo sino en medio de un vaho de fantasmas. La tierra de América y la gente mía, viva o muerta, se me han vuelto un cortejo melancólico, pero muy fiel, que más que envolverme me forra y me oprime y rara vez me deja ver el paisaje y la gente extranjeros”. Aun – y con todo – la poesía siguió siendo su niñez remota, un cayado de pastor elquino, “un rezago, un sedimento de la infancia sumergida”.

Nunca mostró afecto desmedido por Desolación, ese libro primerizo, lleno de ecos y de voces, que la enviara a la fama. Creía fervorosamente en Tala porque estaba allí –según expresara- “la raíz de lo indoamericano”. Es el hondón mítico de la tierra, esa Gea permanente que la sobresalta en el amor. Y con ella, fundiéndose ensimismada, vive. Alguna vez predijo: “Tal vez moriré haciéndome dormir, vuelta madre de mí misma. Bendije siempre el sueño y lo doy por las más ancha gracia divina... En el sueño he tenido mi casa más holgada, ligera, mi patria verdadera, mi planeta dulcísimo. No hay praderas tan espaciosas, tan deslizables y tan delicadas para mí como las suyas”.

Si cantó desnudamente a las cosas –agua, pan, montaña o mar- y supo abordar el mundo con la moneda verbal de un habla criolla; si bebió en la lengua de Santa Teresa y de Martí, y logró hallar patria común en los lieder  de Schumann, en la Patética de Tchaikowski, o en el quemante Peer Gynt, de Grieg; si releyó, sin prisa ni hastío, al Dante, a Tagore, a Hamsun, a Selma Lagerlöff, a Rilke, a Péguy, su tono se articula en un abrazo secular con esta tierra, tan amarga como gozosa, que la guarda para siempre.

En:

Gabriela Mistral. Tala. Editorial Andrés Bello, Santiago, primera edición, 1979.