Regreso y derrota1

Pablo Oyarzún

Limito mi intervención a un solo poema de Gabriela Mistral. Lo inaudito de su decir se me hizo particularmente sensible a partir de un ensayo de Patricio Marchant, que hace poco más de una década escribió un libro verdaderamente radical a propósito de la poeta, llamado Sobre árboles y madres2.El título del ensayo a que me refiero –y que fue escrito en 1989– es “‘Atópicos’, ‘Etc.’ e ‘Indios espirituales’”. El del poema es “El regreso”3:

Desnudos volvemos a nuestro Dueño,
manchados como el cordero
de matorrales, gredas, caminos,
y desnudos volvemos al abra
cuya luz nos muestra desnudos:
y la Patria del arribo
nos mira fija y asombrada.

Pero nunca fuimos soltados
del coro de las Potencias
y de las Dominaciones,
y nombre nunca tuvimos,
pues los nombres son del Único.

Soñamos madres y hermanos,
rueda de noches y días
y jamás abandonamos
aquel día sin soslayo.
Creímos cantar, rendirnos
y después seguir el canto;
pero tan sólo ha existido
este himno sin relajo.

Y nunca fuimos soldados,
ni maestros ni aprendices,
pues vagamente supimos
que jugábamos al tiempo
siendo hijos de lo Eterno.
Y nunca esta Patria dejamos,
y lo demás, sueños han sido,
juegos de niños en patio inmenso:
fiestas, luchas, amores, lutos.

Dormimos hicimos rutas
y a ninguna parte arribábamos,
y al Ángel Guardián rendimos
con partidas y regresos.

Y los Ángeles reían
nuestros dolores y nuestras dichas
y nuestras búsquedas y hallazgos
y nuestros pobres duelos y triunfos.

Caíamos y levantábamos,
cocida la cara de llanto,
y lo reído y lo llorado,
y las rutas y los senderos,
y las partidas y los regresos,
las hacían con nosotros,
el costado en el costado.

Y los oficios jadeados
nunca, nunca los aprendíamos:
el cantar, cuando era el canto,
en la garganta roto nacía.

De la jornada a la jornada
jugando a huerta, a ronda, o canto,
al oficio sin Maestro,
a la marcha sin camino,
y a los nombres sin las cosas
y a la partida sin el arribo
fuimos niños, fuimos niños,
inconstantes y desvariados.

Y baldíos regresamos,
¡tan rendidos y sin logro!,
balbuceando nombres de “patrias”
a las que nunca arribamos.

Marchant se pregunta si no será éste el poema de Gabriela Mistral, su “gran poema”. Puesto que todo depende aquí de la fina inteligencia de los vocablos (y en esta clase de afirmaciones se acostumbra a recelar arbitrariedad y mera preferencia personal), conviene señalar que el autor declara expresamente atenerse al sentido que da Nicolas Abraham –un teórico psicoanalítico francés, proveniente de la filiación de Sándór Férénczi e Imre Hermann– a los términos “poema” y “poeta”. Ese sentido tiene un doble rasgo esencial: abre la escucha analítica, por una parte, a los poemas que hablan por doquier, y ciertamente más allá de las fronteras instituidas de lo “literario”, que hablan, asimismo, como aquello que solemos llamar “personas”, que se suscitan unos a otros, que se recuerdan y se encubren unos a otros; y por otra parte, reconoce como su operación fundamental el remontar a través del trabajo simbólico hacia el origen mismo de la simbolización, hacia la procedencia arcaica del lenguaje, en un movimiento que Abraham denomina la anasemia.

Sin embargo, parece claro que no anda lejos de aquí la acepción heideggeriana de aquellos términos. Brevemente la menciono. En su ensayo El habla del poema. Una localización del poema de Georg Trakl, Heidegger enuncia:

Todo gran poeta poetiza sólo a partir de un único poema. El grandor se mide por el grado en que llega él a hacerse tan familiar a eso único, hasta donde es poderoso a mantener en ello, puramente, su decir poetizante.
El poema de un poeta permanece no hablado. Ninguna de las poesías individuales, ni tampoco su conjunto lo dice todo. No obstante, cada poesía habla desde el todo del único poema y, a cada vez, lo dice4.

No se dejará de advertir el aire de familia que comparte con estos asertos la tesis de la anasemia, en cuanto que una y otra concepción de lo poético están dominadas por la pasión del origen, al cual se refieren ambas, respectivamente, mediante las metáforas fluviales del remontar y del manar. Para Heidegger, el poema es la reservada fuente del poetizar del (gran) poeta: lo inefable que hace posible al habla poética y le confiere su unidad esencial. En esa misma medida, es el contenido poder que, por decir así, capacita al poeta para su decir. Por cierto, no se trata de un poder del cual pueda hacer uso éste como si se tratase de una facultad. El poder del poeta –su “productividad” o “creatividad”– depende de la aceptación inicial –y siempre reanudada como inicio– de un poder original que no está, de ningún modo, en su poder.

Les pido que retengan estas observaciones preliminares: las requiero como fondo para lo que voy a plantear.

Y en cuanto al poema referido, intentaré establecer un diálogo con la lectura de Marchant. Lo que me interesa de ésta es el carácter que ya dije: su radicalidad. Ofrece un modelo de lo que quisiera llamar la lectura exigente, por oposición a la lectura crítica. Mientras ésta se ampara en sus categorías –de cualquier índole que sean– para enmarcar al poema y, así, protegerse de la fuerza que le es propia, protegiendo, a la vez, de esa fuerza a la institución –académica, cultural, social– a la que debe fidelidad, aquella otra ama del poema lo que la fuerza a pensar, a romper con sus hábitos, a quebrantar sus categorías, a desasirse de sus pertenencias aseguradas y a desmarcarse de sus pertinencias institucionales, lo que, para decirlo en una palabra, urge al lector a hacerse cargo, con el poema, de su experiencia. La lectura exigente quiere leer el poema que lee como si fuese el único poema que jamás se hubiese escrito, como si fuese el advenimiento o, mejor acaso, la inminencia del Poema como tal. De este modo se pone a sí misma y pone al poema, también, ante una exigencia casi intolerable. Lo sería completamente, si no hubiera sido el poema el que empezó por hacérsela a sí mismo.

Intentaré, pues, establecer un diálogo con esa lectura, a propósito de este poema y de las posibilidades esenciales de su interpretación. Mi guía –que también podría llamar mi tesis, en el sentido del “poner” a que acabo de aludir– será doble. La enuncio sin más trámite. El poema a que me refiero dice la historia como derrota. El decir poético que puede decir así la historia es un decir que se dice a sí mismo como fracaso. La derrota histórica y el fracaso poético (el fracaso de la palabra, del poder de los humanos nombres) constituyen la unidad esencial del inaudito decir de este poema.

“El regreso” está incluido en Lagar, I. Pertenece a la novena sección del libro, bajo el encabezado general “Religiosas”. Esta señal es inobviable. Las poesías que preside deben hablar de la relación –la religación– al Origen. Concepciones como las evocadas antes, en que prevalece lo que denominaba “la pasión del origen”, tendrían que poder probarse atinadas aquí, y sobre todo aquí, donde el poema está abocado a configurar su decir explícitamente a partir de esa pasión. Pero, en todo caso, ese probable atinar depende de cómo se entienda aquello que llamamos “Origen”. Poco se avanza, creo yo, si –a propósito de este poema– lo identificamos con Dios, mientras no sepamos cómo rige “Dios” en el poema: no sólo en este, sino en todo poema, pero en este, desde luego, explícitamente. Y “El regreso” define este regir como el poder del Nombre, del Nombre mayúsculo; por cierto, este poema inscribe las mayúsculas (el Dueño y la Patria, las Potencias y Dominaciones, el Único, lo Eterno, el Maestro, el Ángel Guardián y los Ángeles) como irradiaciones de ese poder5. Justamente en torno al Nombre se organiza la tensión fundamental en la que vibra el habla de “El regreso”: “y nombre nunca tuvimos,/ pues los nombres son del Único”, como asimismo en este retraimiento y en esta reserva esencial ha de buscarse la ley que preside el movimiento paradójico de lo que el poema nombra como “regreso”: “Y baldíos regresamos,/ ¡tan rendidos y sin logro!,/ balbuceando nombres de ‘patrias’/ a las que nunca arribamos.” Así como en las mayúsculas irradia el poder del Nombre, en las comillas estrictísimas de estas últimas “patrias” late la vacilación y fragilidad que somos: nuestra temblorosa desnudez.

Pero ¿qué es el poder del Nombre? El poder del Nombre no es otra cosa que su propiedad: sólo es poderoso como nombre el nombre propio; sólo es poderoso del único poder que verdaderamente cuenta, aquel que salva, que guarda lo nombrado. Su falta, no como su pérdida o su indebida omisión, no a la manera del accidente, sino como lo que para “nosotros” –para los que el poema pro-nombra “nosotros”– determina la más íntima esencia del Nombre, eso es lo que dice el poema. El poema poetiza la desposesión de lo que nunca podría haber constituido, para “nosotros”, una propiedad, pero cuya carencia nos determina como lo que somos. Poema, entonces, de la falta de lo que hace falta, y que, en cuanto tal, nos hace a “nosotros”: nos desnuda. Y si de falta se trata, es preciso atender al múltiple significado del “sin” en el poema. Uno, que precisamente es la falta de lo que hace falta, en la penúltima estrofa: “De la jornada a la jornada/ jugando a huerta, a ronda, o canto,/ al oficio sin Maestro,/ a la marcha sin camino/, y a los nombres sin las cosas/ y a la partida sin el arribo”, falta que prima en la debilidad del “fuimos niños, fuimos niños,/ inconstantes y desvariados”, y se consuma en la temporalidad del “nunca”; otro significado, el de la luz deslumbrante que fulge en el seno de ese “nunca”, como su plena verdad, la claridad de lo absoluto: “aquel día sin soslayo”; y el tercero, del Poema mismo, que prevalece como pura insistencia sobre todo el aparente arreciar y desistir de nuestros cantos y nuestras hablas: “Creímos cantar, rendirnos/ y después seguir el canto;/ pero tan sólo ha existido/ este himno sin relajo”.

En el triple “sin” habla este poema de lo que determina al Poema como tal, lo que lo dicta, y podríamos decir aquello que lo dicta ya explícitamente en los últimos dos siglos, a partir de la experiencia de Hölderlin: eso que él llamaba “la falta de nombres sagrados”. El grandor de un poema se mide, entonces, por su fuerza para decir esa falta, esto es, ahora, y desde hace dos siglos, para rendirse a su evidencia.

A propósito de ésta, y porque su índole no puede ser simple, la estrategia de la lectura de Marchant es doble; en su doblez, da cuenta de las dos posibles acepciones que puede tener lo “grande”, no como atributo retórico o comparativo, sino como magnitud esencial de este poema.

Primero: sería “El regreso” el poema de un viaje que va de Dios a Dios, y que, por eso mismo, literalmente no ha tenido lugar, no ha podido tenerlo. No ha habido viaje, pues, o bien lo que nos hemos figurado como tal no es otra cosa que apariencia o mero “sueño”: “Y nunca esta Patria dejamos,/ y lo demás, sueños han sido,/ juegos de niños en patio inmenso:/ fiestas, luchas, amores, lutos.” La Historia es su propia tachadura, su abolición. Si, en el retorno baldío, balbuceamos, esta torpe hesitación no hace más que confesar la falta que somos, la mácula: es pura negatividad, inválida e insignificante.

Segundo: si no ha habido viaje, si la Historia es pura apariencia o mero “sueño”, ha habido, en todo caso, la experiencia de este “sueño”, ha habido el desvarío (que, como se sabe, es el nombre que Gabriela Mistral da a la poesía como experiencia). Esa experiencia, ese desvarío, es lo que somos, o es ya –puesto que no tenemos fuerza para mantenernos, constantes, en este “ser”– lo que “fuimos”. Así dice Marchant que este poema es la experiencia del pensamiento que destruye el concepto corriente del “regreso”: “el concepto –no la experiencia– de la plenitud de la Patria no ha sido introducido más que para enseñarnos que sólo “está”, que sólo son reales estos nombres y estas “patrias” balbuceadas. Es decir, que sólo estos nombres y estas “patrias” “están”, que son las “historias” las que “están”, y no la Historia, esta im-propiedad determinada de las “historias” y no la Historia, porque los nombres que faltan, hacen falta, constituyen una falta evidente”6. Luego, el poema dice un “verdadero viaje”, su experiencia, como errancia, es decir, en cuanto lenguaje y lengua, como habla “balbuceante”. Esta es, entonces, todo lo que somos, nuestra positividad, como el único habitar que nos es posible, habitar de “historias” errantes, inconstantes, siempre desvariadas por respecto a la Historia.

La errancia de estas “historias” es lo que llamo la derrota, a condición de que mantengamos a la vista, de manera inseparable, su doble sentido de camino y vencimiento7. De esa inseparabilidad habla, precisamente, “El regreso”: del errar histórico bajo la falta del Nombre, pero en la remisión insistente, de “himno sin relajo”, al Nombre. Todo el poema se concentra para decirlo, todas sus palabras con-dicen en esto, y es desde semejante con-decir que somos convocados al “nosotros” que aquí nos nombra o, como antes lo ponía, que nos pro-nombra, dándonos a saber la vacilación de nuestro tiempo, el vilo de la espera y el desespero, que ya se abisma en lo bífido maldito del “sí” y del “no”, que ya se mantiene, alentado y leve, en el “sí-es no-es de albricias”, de los cuales habla ese otro gran poema del “regreso” que es el “Recado terrestre”. Pero, destituidos o alivianados, es tarea nuestra, la que nos constituye en “nosotros”, saber del des-decimiento del Nombre, y que, germinados en él, somos hijos de la des-dicha8.

“Nosotros”, sí; pero ¿quiénes? Aquellos a los que la evidencia de la falta asecha a cada instante: “nosotros”, latinoamericanos, determinados, como sostiene Marchant, por “una situación histórica [...] que ayuda o que incita a tomar conciencia de esa falta.” Deja caer el énfasis Marchant sobre este punto, marcando aquella “cierta identidad entre la errancia judía y la errancia latinoamericana” que late tan obstinadamente en toda la poesía de la Mistral. Errancia, “vagabundaje” (en palabra de la poeta), o también exilio. Pero debe quedar claro que esa “cierta identidad” en el exilio no conforma ningún capital ontológico. No se habla aquí de “Latinoamérica” en términos de una ilusoria sustancia vernacular, a la que habitualmente se apela cuando se invoca la consabida “identidad latinoamericana”, sino que se habla, en sentido estricto, de experiencia, en su carácter irremediablemente acontecedero. Y tampoco el “nosotros” designa el dato de una comunidad segura de sí, sino, como insinuaba antes, sólo posee una eficacia convocadora o, más bien, exigente: la palabra “nosotros”, que nos pro-nombra, nos exige, desde la evidencia en constante asecho, a constituirnos en el lugar de la falta, a defender nuestra derrota como nuestra posibilidad originaria de pensar y de decir9.

¿Y qué es lo que, en suma, dice “El regreso”? O, más bien, ¿qué es, entonces, el “regreso”? El regreso no es, en su paradoja imborrable, hazaña de la que pudiéremos apropiarnos en un relato verídico, sino desvarío que sólo el Poema puede enunciar, con su vacilante economía. El regreso es la vuelta de la falta en sí misma. El Poema dice esta vuelta, en la medida en que dice el des-decirse de lo Sagrado en nuestro decir. Pues nuestro decir es, como el fracaso de los humanos nombres (incluidos aquellos que medran en la poesía), el des-decirse del Nombre. Haciendo la experiencia radical de esta desolación, el Poema puede (pero este poder es tan distinto de los que sabemos, poder de pura entrega), puede remitir nuestro decir a lo que en él se des-dice, y exigirnos a “nosotros” al saber solidario de esa remisión. Esta, quizá, es su esencial “religiosidad”.

Noviembre de 1995

En Revista Nomadías, Nº 3. Santiago. Universidad de Chile, Facultad de Filosofía y Humanidades, programa de Género y Cultura en América Latina, Editorial Cuarto Propio, 1998.

Notas:

1 Texto presentado en el panel “Gabriela Mistral: mitos y contramitos”, el día miércoles 8 de noviembre de 1995, en el marco del Homenaje a Gabriela Mistral organizado por el Departamento de Literatura de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. En el panel, moderado por Kemy Oyarzún, participaron también Raquel Olea, Eliana Ortega y Volodia Teitelboim.

2 Patricio Marchant. Sobre árboles y madres. Santiago, Ediciones Gato Murr, 1983. 

3 El ensayo de Marchant, todavía inédito, aparecerá, junto a más de una veintena de otros textos suyos, en el libro Escritura y temblor, cuya edición preparamos Willy Thayer y yo. El poema lo tomo del volumen de las Poesías completas de Gabriela Mistral, editado por Margaret Bates con una introducción de Esther de Cáceres. Madrid, Aguilar, 1968, pp. 745-747.

4 Martin Heidegger.Unterwegs zur Sprache, Pfullingen, Neske, 1971, p. 37 s.

5 “Dios” es, precisamente, una palabra que el poema no profiere, como si de esa manera pudiera hacernos más sensible –y así ocurre, creo– el “poder” en referencia.

6 Una advertencia: el subrayado de esta cita no es una distracción gráfica. Marchant empleaba regularmente este recurso, apelando a la idea –elaborada a partir de su comprensión de la teoría de Herrmann– de que “subrayar es quemar la madre” (cf. Sobre árboles y madres, op. cit.). 

7 Recuérdese que “derrotar” significa desviar de la buena dirección, hacer un arribo forzoso, venir maltrecho, mal vestido: desnudo. 

8 La palabra “dicha”, que designa la suerte feliz, viene de dicta, las cosas dichas que atañen al destino, parecidamente a como fatum, el “hado”, deriva de fari, hablar, decir. La des-dicha de que hablo no concierne, pues, a la mera adversidad, sino a una impotencia esencial de la palabra, de nuestras palabras, sean ellas cotidianas o poéticas, para configurar el destino. La desdicha, en su sentido usual, prevalece en tanto no nos rindamos al saber de esa impotencia. 

9 Tomo a préstamo, en la última cláusula, una ajustada fórmula de Idelber Avelar (“El espectro en la temporalidad de lo mesiánico: Derrida y Jameson a propósito de la firma Marx” en La invención y la herencia. Santiago de Chile, Cuadernos Arcis-Lom, Número 2, agosto-septiembre 1995, p. 26).