MESA
OFENDIDA |
A
Margaret Bates
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A
la mesa se han sentado,
sin señal, los forasteros,
válidos de casa huérfana
y patrona de ojos ciegos;
y al que es dueño de esta noche
y esta mesa no le tengo,
no le oigo, no le sirvo,
no le doy su mango ardiendo.
¿A
qué pasaron, a qué
el umbral de roto espejo
que del animal nocturno
recogió el hedor y el peso,
cuando belfos y pelambres
los dice sus compañeros?
Mi
soledad tengo a diestra
en un escarpado helecho,
y delante un pan ladeado
de dos bandas de silencio,
y mi balbuceo rueda,
como las algas, sin eco.
Nunca
me he sentado a mesa
de mayor despojamiento:
la fruta es sin luz, los vasos
llegan a las manos hueros.
Tiene
el pan de oro vergüenza
y el mamey un agrio ceño;
en torpe desmano cumplen
loza, mantel, vino muerto,
y los muros dan la espalda
por no tocar lo protervo.
Y ellos del ama reciben
la respuesta de heno seco
y su mirada perdida
de pura ausencia y destierro.
Por
el caído y por mí,
por habernos pecho a pecho,
era esta cita nocturna
en suelo y aire extranjeros,
nuestra y de ninguno más,
largo y sollozado encuentro.
Para
que él me lo dijese
todo en río de silencio,
en un rodar y rodar
de cordillera en deshielo,
y todo lo recibiese
yo de su alma y de su cuerpo.
Mirándoles
y sin verles,
esperó el liberamiento:
oír el último paso,
el tropel de los lobeznos
y ver que a purificar
la mansión llega su dueño.
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