CHILLÁN


La ciudad de amansaderas,
curtidores y alfareros,
tiene tendones heridos
y un no sé qué de lo huérfano,
y a medio alzarse nos cuenta
de su tercer nacimiento.

El Volcán baja a buscarla
como quien busca su oreo.
Pero ella, que es mujer,
le hurta el abrazo tremendo,
y de todo tiempo dura
su amor sin aplacamiento.

Él juega en todas las rondas,
vuelto niño de su tiempo.
Da a Eduardo su romance
y a Manuel sopla sus cuentos
y a Pablo le hace cantar
su más feliz canto nuevo.

Él baja por no olvidar
la Cordillera,
la madraza araucaria,
la feria del chillanejo.

Y cuando baja, lo sigue
por la vertical del vuelo
Doña Isabel, y se adentra
por éste y el otro pueblo
donde un corro de mujeres
baila bailes de su tiempo;
y entre una y otra danza,
nos averigua si habemos
más pan, más leche y contento.
Y ahora le vamos a contar
que cunden cosas y puertos.

Doña Isabel se retarda,
Bernardo vuelve contento
y después, después, los dos
vuelven tejiendo el comento.

En la presencia callada
y viva, es el largo aliento
de uno que vive en
mundo como un sacramento
que en la caída nos alza
y en la lentitud da el vuelo.
Él frecuenta a los ancianos
y llega a los nacimientos,
y acude a las bodas
y amortaja a nuestros muertos.

Por la feria de Chillán
donde rebrillan en cercos
maíces, volaterías,
riendas, estribos, aperos,
cruzaremos sin pararnos
y azuzados del deseo,
porque la que va en fantasma
voz no lleva ni dineros.

Arden eras chillanejas.
Todo Chillán es fermento.
Toda su tierra parece
ofrenda, fervor, sustento,
y salta una llamarada
que nos da a mitad del pecho.
Ternuras balbuceamos
al Padre, oídos abiertos,
y Él mira y oye a sus tres
carrizos calenturientos.

Dejen que lo mire largo
en el último reencuentro,
que lo beba fijamente
hasta que imposible sea verlo
y que sus memorias vayan
bajando como en deshielo.

Por esta tierra que mira
con pestañas abrasadas
y unos barbechos de oro
y un trascender de retamas.

Encumbraría el Bernardo
cometas pintarrajeados,
mestizo de ojos de lino,
hombros altos, cejas bravas.

Voces de doña Isabel
venían en la venteada.
Pero tirado en maíces
el mozo oía otras hablas,
la oreja puesta en la tierra
y la vista desvariada.
A otro grito el cimarrón
apenas se enderezaba,
y volvía a dar la oreja
a la greda y a las pajas
y a lo que ellas le decían.

Doña Isabel lo quería
suyo y lo mismo la Parda,
y el Bernardo entre las dos
como un junquillo temblaba.
La Parda se lo luchaba
y de vuelta, trascordado,
las dos sílabas mascaba
y sería de esa brega
la luz que lo iluminaba.