CASTILLA

I

Me despierto en el nocturno de Barcelona a Madrid, a la exclamación amiga de: "¡Vamos atravesando Castilla!". La ventanilla deja ver una miseria de tierra cansada, que el alba hace más mezquina todavía, tierra con no sé qué del menesteroso humano, que la niebla desnuda a medias, rompiéndose sobre ella también como túnica pobre. Me levanto; aparece en el horizonte Sigüenza, la Sigüenza crestada y dura de torres y murallas, que me bautiza el ojo en ciudades castellanas.

Sigo mirando tres horas por la ventanilla del tren y mis ojos, que vienen llenos de Mediterráneo, es decir de índigo y sol, rechazan mucho tiempo este paisaje, a trechos de ceniza, a trechos de cobre de yelmo viejo. Y es que Castilla no se conoce sino en extensión; como Kempis, deprime en mi versículo.

Comienzo a verla cuando salgo de Madrid hacia el Escorial. Castilla casi no es una tierra, es una norma: no se la olfatea como el platanar del trópico ni se la palpa con los ojos como a la pradera norteamericana: se la piensa; nacen conceptos de ella, en vez de olores; en lugar de la fertilidad del humus, los huesos de sus muertos hacen su fertilidad de fiebre. Recuerdo las palabras de un francés:
"Esa Castilla que yo he visto, pero que debe ser tremenda tierra, ha enloquecido de abstracciones a vuestro "Unamuno". Como antes al Greco, contesté; y está bien entre tantas mentes jugosas y abundantes, esa seca y febril de Salamanca.

Dejamos atrás la mancha verde de los parques, donde caza el Rey, y hacia el Escorial, la llanura se va desnudando: entran en el ojo las austeridades, hasta que la enorme fábrica aparece.

El Escorial debe al paisaje la mitad de su emoción; es solamente una estrofa de la meseta. Me acuerdo de un rojo escudo medieval de museo florentino. Tenía, al centro, hincada una gran espina de bronce, que lo hacía más desnudo y vigoroso. Así aparece, para marcar mejor la dureza de la llanura, el Escorial.

Me sorbió como una gota por sus gargantas heladas de corredores, dándome esa sensación con que he cruzado todas las fortalezas, la de llevar un manto de bronce sobre mis pobres hombros no domiciliados en la grandeza.

La Iglesia abruma con sus frescos ostentosos, cuya colocación se pelea con la enjutez insigne de la piedra; la sepultura de los reyes, en la entraña más fría del palacio, me dio el espanto de la corrupción en la sombra. Mi alivio fue entrar a los aposentos de Felipe, que son de una intimidad llena de pesadumbre. Toqué con emoción los sillones, suaves de muerte, la pequeña mesa en que se firmaban los destinos de la América; me llené de piedad delante del lecho. Ahí se deshizo de cáncer el hombre real, bajo su misma mirada, y se sintió la sumidura como de agua de cisterna, de su propia carne. Le dieron un nombre terrible, con la inexactitud que tiene el odio cuando define: el Demonio del Mediodía era un varón lento y lleno de paciencia; odiaba su lujuria y se hundía en el remordimiento; quemaba herejes, por libertar el alma del cerebro en que estaba hincado el error: de su lectura cotidiana, un mal genio apartó el cristianismo jovial de las parábolas, y el millón de horas sin alegría pudrió su sangre.

Me libro, al fin, de la mole de piedra. Salgo al jardín de arrayanes, que conocéis por un apunte de Azorín, que es fiel como un tacto. Mis compañeros caminan delante de mí, yo miro al paisaje de Castilla, que en la mañana sin luz, tiene el amoratado verde de la carne muerta que pintaba Mantegna.

Entonces veo venir, sin misterio de aparición, chocando el hábito duro contra los bojes recortados, una vieja monja que se pone a mi lado. Sigo caminando y ella va conmigo. Un poco gruesa, nada ascética, sonríe con risa de boca grande, de sanos dientes; la mejilla es llena y las facciones vigorosas.

-A ver si me dejas, me dice, que yo te haga ver la Castilla mía, para que la comprendas. Mira que es vino fuerte que necesita potencias firmes y que tú vienes de América y tus sentidos son gruesos para una tierra de aire sutil. Conozco a tus gentes y quedó sangre de los míos sembrada por el valle de Chile.
Me mira con sus ojos grandes, y la conozco por su naturalidad y por el tono con que escribía unas bravas cartas a Felipe II.

-Sois "la andariega", le digo; los españoles te llaman todavía "la fundadora" y los pedantes "la loca del amor a Cristo".

-Sí, dice, fundaba; levanté por aquí conventos, ya ni sé cuantos. Te puedo guiar sin ir preguntando, hasta la frontera del Portugal. Ahora hacen mapas para andariegos. Yo medí mi Castilla caminando; llevo el mapa vivo bajo mis pies, hija. No me cansé de fundar. Tú, mujer de Chile, sin fundar, te has cansado.

-Es cierto, madre.

- ¿Sabes por qué? Porque has querido fundar condescendiendo con los hombres, sujetando tu impulso, así se construye sin alegría y la obra, que sale muerta, ni la aprovecha ni Dios ni el Diablo. Yo, fundaba, hija, según el croquis divino que se me pintaba en el pecho. Y no buscaba gustar a nadie. No era para ésos mi fiesta y ¡qué habla de gustarles! ¡Te acuerdas que salí a los cuatro años, fugada con mi hermanito, en busca de herejes que nos descabezaran! Nos hicieron volver, y casi paró la hazaña en azotes; pero estaba la vida para el desquite. ¡Y en grande me desquité, tú lo sabes!

Hemos salido del Escorial; mis compañeros van en busca del buen yantar hacia un hotel. La viejecita camina, apegada a mí; entra en la fonda, se queda disimuladita en un rincón. La miro y le sonrío.

Salimos después de la buena sopa exhalante a mirar el Escorial, por todos sus costados en el paisaje.
- Madre, le digo: ¿No habrá un poco de vanidad en eso de fundar mucho?

-Si se funda menos, hija, el tiempo sopla con sus carrillos firmes y no deja nada. Los vanidosos esquivan los actos para librarse de mofas. Es ejercicio de humildad, construir y construir.

Mira: que yo levantaba aquí un convento, es decir, que ponía un montoncito de mujeres a trabajar. Pues, humildad para pedir la tierra y sacarles a los cristianos de mano apretada, las tablas, los ladrillos, las tejas. Venía el vivir debajo de aquel techo. Resultaba que yo sabía al principio poco de manejo de mujeres que es dura faena. Hija. Me fallaban las hermanas, que no estaban maduras para encierro con Dios. ¡Y tantas limitaciones más! Todo eso era sentirme necia a cada hora, y reírme de mí sonoramente y volver a empezar, diciendo, entre caída y caída, gracejos para echar atrás la pesadumbre.

El orgullo, ése es quien se queda con las manos blancas, y muy hermosas, sin obrar.

Ya es mediodía.

Mi viejecita camina y camina con el ruido de hojas de plátano de sus sandalias secas. Ahora Castilla es una desolladura de gredas rojas, la piel de un desollado inmenso, que a trechos sangra y a trechos tiene una sequedad que mis ojos no conocían. ¡Ay, la aridez de Castilla! ¡Parece que chupara la sangre del que pasa!

La fiebre del mediodía con marcha, me rinde, sin que afloje el paso de mi compañera. Pasa una tierra que es como los riñones secos de Job: pasan pinares escasos, pinares entecos, que el suelo, con esta terrible voluntad de desposeimiento, no quiere sustentar.

Me siento, invito a sentarse a mi aparición: el semblante de la vieja de Avila está rojo como un cántaro castellano.

-Tu tierra no tiene regazos, le digo; en la mía, la cordillera hace cobijaduras por todas partes.

-Sé, hijita, que vienes de la naturaleza épica, donde la tierra es grasa como aceitunas molidas y los hombres y las mujeres se ablandan como la pulpa, y sirven para poco. Andan exprimiendo frutos fáciles, viven en interminable complacencia. Sí que tienen muchas exhalaciones de vainilla y mar suntuoso. De allí les ha venido un vicio de palabras grandes que también es tuyo. La naturalidad, hija, nació en Castilla, es también un poco hijita mía, y se perdió en la tierra de América.

Mi compañera juega con una rama de espino; la despelleja y me mira a hurtadillas, por verme el enojo.

-Si, madre, blandos, muy cargados de apetito, y con el hablar pintado, y llenos de codicia, madre, peleándonos una tierra grande, como mil Castillas, donde no cabemos, aunque somos escasos como la hierba rala.

Pero, ¿no sería de ustedes el orgullo, madre española? ¿El orgullo es Escorial, que hizo gemir en vano veinte mil albañiles y carpinteros? Nos gusta ser grandes en las construcciones, y todo eso es crujido inútil de hueso de pobres y lenta rutina de hacienda.

Ella no me siente rencor, ella me oye la pesadumbre en las palabras que se me vencen.

-Yo vengo, madre, de otra tierra pequeña; donde fundaron con modestia, y las justicias son menudas y cotidianas; la cara de la vaquera suiza es dichosa, y la tierra no se deja descansar para que alimente en todas las estaciones.

-Fueron los tiempos, responde; las empresas y los hombres españoles eran anchos y majestuosos como las galeras. Les mandamos en los galeones el hombre de Castilla, el tipo, como quien manda aceros. Ahora hagan ustedes las otras cosas. Las manos de España eran para fundar en grande y cumplieron. Desmesuradas gentes: pero así es el espíritu, hija. Las manos de los que vinieron después, ¿no están para ordenar, ya sin revoltura de conquista, uno como trabajo teresiano, de partición blanca de pan y de igualdad?

Se ha ido la tarde; la meseta es un desamparo de niebla vagabunda.

La viejecita dice:

-Hija, te dejo; salgo a tu encuentro otro día, cuando dejes la Villa (Madrid). No quedes mucho allá, las capitales echan a perder a todos. Te llevaré conmigo por los pueblecitos. Si te place, hija, si es verdad que estás por las menudas gentes mías, que hacen el aceite y cortan las naranjas.
Y mi vieja de Avila se queda en el paisaje, erguida y sin dureza, jugando con su bastoncillo de espino. Volteo la cabeza y la veo, fundida como un pino empolvado con la niebla.


II

19 de julio de 1925

Yo estoy doce días en Madrid, en la Villa, como dice la Santa. Después salgo para Avila, siguiendo a mi Andariega, que allá nació aunque viviera en todas partes. Ya el invierno ha avanzado; de la sierra de Guadarrama, viene un viento como para cuajar cristales en mi propia garganta; en la niebla, que pone un miraje marino, la sierra sumergida parece un témpano de mi Magallanes lejano.

Entramos en Avila, blanca de escarcha que suena bajo mis pies con el ruido seco de las sandalias de ella... Pasa la Plaza de la Santa, miro una estatua suya, que no me dice nada, ni su arrobamiento ni sus fundaciones; pasan callejuelas pobres, cruzan vendedores y mujeres que yo saludo con una cándida simpatía queriendo saludar la carne suya.

Ya hemos recorrido Avila, y el tiempo despeja; ahora en el cielo azul la muralla se recorta límpida; salimos hacia el campo para gozarle el contorno crestado y enorme. Este era el paisaje de la Santa, esta desnudez de cuello de buitre, entraba por sus ojos grandes. La inmensidad del horizonte le daba elevación cotidiana.

La primavera sacará, pienso, para aliviarme alguna ternura de trigos, hacia aquellas lomas.

-Son tierras de labrantíos todas las que mira, me dicen; vuelva a ver en el verano la bondad dorada que disimula esta llanura de Avila, lo mismo que su Santa disimulaba con juegos y donaires su conciencia divina.

Busco la iglesia teresiana; me decepciona, por pequeña y confusa. No era así, recargado, el interior de su alma; estoy entre sus reliquias pero yo la siento más en una página de Las Moradas; me enternece solamente aquel cuadradito húmedo de su jardín donde ella con el hermano jugaban a hacer conventos.

Cuando salgo de Avila hacia Segovia, mi monja pobre sale a mi encuentro de nuevo, y seguimos el diálogo de la meseta.

- Madre, ¿y por qué sacudiste tus sandalias al salir de Avila una vez? Tuviste un segundo rencor, mi ofendida. Todavía discuten aquí los sacristanes de la Catedral, sobre si al morir dijiste que te dejaran el cuerpo en Alba de Tormes o en Avila. Solamente oyeron una A grande... No se conforman con aquel dedo de tu mano; te querían entera, exhalando tu olor de flores por encima de la muralla centauresca.

No me niega la sacudidura de las sandalias.

- Te hicieron vilezas, mi vieja Santa, continúo. ¿Dónde fue aquello de echarte de un convento, en tiempo de nieves? Tus confesores tardaron en creerte la maravilla interior; lo de tus cartas al Rey parecía política y soberbia, y las comunidades relajadas ortigaron tu vida de murmuraciones.

- ¡Ay, hija, y qué tonterías abultas! En la luz de Castilla, luz de espejo enjuto, cuesta creer eso de los arrobos, y es muy justo dudar, y hasta bueno. Era yo, es cierto, monja un poco dominante. Como quien trae, hija, encargos grandes que cumplir aquí abajo, y acicateando a las gentes para que los cumpla, se vuelve "Majadera del Señor". Cuando me echaron de un convento, hija, salí con irritación. Mas, lo miré desde lejos y no era mío, era de la loma y de la atmósfera. ¡Qué ganas tuyas, mujer de Chile, de hacer las cosas y quedar con ellas! Ni con las coyunturas de tus dedos vas a quedarte. Mira bien a mi Castilla, para que aprendas desposeimiento.

-Me viene la estrofa amada y entiendo:

"Ya toda me entregué y di
y de tal suerte he cambiado,
que mi Amado es para mí
y yo soy para mi amado".

-¿Y cómo te dio por eso de las rimas, a ti, mi monja administradora?

-También lo has leído: "Se me cayeron de entre los dedos, y no son muchas. Tú las haces, yo me las hallaba algunos días como frutas redondas en el regazo. Entonces las recogía para mis monjas, hija, para ellas".

- ¡Cuenta, cuenta!

-Que eso también viene del amor, y no del pensamiento con jadeo. Oye: en cuanto vuelves y revuelves, lo que vas a decir, se te pudre, como una fruta magullada; se te endurecen las palabras, hija, y es el que atajas a la Gracia, que iba caminando a tu encuentro. Para eso de los versos, te limpiarás de toda voluntad; el camino no es de empujar nosotros hacia Dios, sino que Dios empuja los conceptos hacia nosotros. Entonces ellos hacen sin las aristas de las cosas que aquí hacemos, con esa redondez de naranja valenciana. Y no olvidarse de que ello es un juego gracioso con el Espíritu, y nada de cosa para engreírse, ni que libera de hacer las otras, los trabajos duros. Como jugar con los niños (ya que no se tuvieron hijos), como entretenerse con el agua que corre así, nada más, es eso de la poesía.

Cruzamos un arroyo. Mi vieja lo saltó muy ágil y se puso a mirarlo del otro lado.

-Quisiste mucho el agua, madre; dejaste metáforas perfectas y alabanzas de ella.

-A los místicos pertenecen estos elementos: el agua, el fuego y el aire, dice. Tú tienes el fuego, pero no el agua: te quemas sin refrescarte en la alegría. ¡Cuidado, que del fuego con la tierra sale la yesca! El estar con Dios es meterse en el fuego; el bajar hacia el prójimo es descender al agua, para enternecerse.

Al mediodía, Castilla, sin viento, está como detenida en el tiempo; el pasaje entero es el éxtasis de la Santa. Entonces le digo sin mirarla.

-Cuéntame de tus arrobamientos, madre Teresa.

-No se te ocurra hija, va diciéndome, como a otros vanidosos de tu tiempo andar buscando arrobamientos.

-¿Sabes cómo es la gracia? Mira: se entra en el cielo como por sorpresa. Como cuando apoyados en una puerta, que no sabíamos que existiera, ella de pronto cede. Tenemos la cabeza inclinada en un trabajo, se borda una casulla o se poda un naranjo; de pronto el cielo se abre y se camina hacia las cosas secretas: pero la puerta se vuelve a cerrar y has de seguir podando...

Atravesamos un pueblecito callado, casi atónito en la llanura. La pobreza lo cubre como un musgo muerto; hasta mis pasos se hacen pesadumbre: sale de una ventana una cara seca y dura. El rostro voluntarioso se divorcia de la calle muerta.

-Madre: ¡qué pobres son tus pueblos de Castilla! La abulia ha hincado en tus gentes. ¿Por qué tú la dejaste, tú la de manos ardientes?

- Otros pobres distintos de los tuyos, hija. Yo conozco la cara de tus pobres, quebrada de humillación; tú también tienes su boca sin esperanza y su voz rota.

-Anda mirando, hija, el semblante de Castilla. No viste otro semejante en el mundo; todavía es pura voluntad en el labio enjuto y la voz que gobierna, aunque pasaron las ínsulas.

-¿Qué es eso de la abulia? Tu tiempo se ha envilecido tanto, que ahora, hija, confunde la voluntad con la codicia y llama abulia al no negociar, al no hacer viajes. Hija, la voluntad española guerreó y conquistó cuanto había que conquistar en la tierra, unos siglos, vuelta hacia afuera; ahora se ha internado y anda por el alma, tremenda como antes, anda en la pasión de amor y en el gobierno de sí mismo. La mística ¿no es una terrible voluntad de alcanzar a Dios? Y el amor español ¿no será la más roja de las voluntades que andan por el mundo sueltas como tigrecillos?

Asoma Segovia y mi monja grita:

- ¡Mira sobre esa loma el convento de Juan de la Cruz!

Yo veo debajo de una loma un monasterio que tiene a la entrada un temblor de cipreses obscuros. La loma es suave como una mejilla humana. En una arruga de la loma, hecha como voluntariamente dulce, se asienta el convento, donde el otro Seráfico ola a la noche en un silencio de calidades preciosas y trabajaba con ella como con una entraña de Dios. Abajo, el río que hería la noche con un pulso inaplacado. La loma daba a Juan el Asiático, en el brocado quemante de la tarde, la metáfora abrasada que él tuvo: a la media noche, sin color en los ojos y sin aromas del huerto conventual, él decía en su celda ceñida la canción de la Fuente secreta:

¡Qué bien sé yo la fuente que mana y corre
Aunque es de noche!
Aquella eterna fuente está escondida.
¡Qué bien sé yo do tiene su manida.
Aunque es de noche!
Su origen no lo sé, pues no lo tiene.
Mas sé que todo origen de ella viene
Aunque es de noche.
Sé que no puede haber cosa tan bella
Y que cielos y tierras beben en ella.
Aunque es de noche.

Entramos en el convento y las dos mujeres besamos, lado a lado, la sepultura de aquel que le dio a ella doctrina para la búsqueda de lo secreto. Y yo aprendo de nuevo que es de varón de donde la mujer tomará siempre carne de hijo o carne de Dios, porque sola, ella tantea en el mundo como en una caverna ciega.

1925.


En: Prosa de Gabriela Mistral. Alfonso Calderón, comp. Santiago: Editorial Universitaria, 1989.