Primer recuerdo de
Isadora Duncan


París, diciembre de 1927

"Isadora ha muerto cuando su arte declinaba y no conseguía ya levantar las viejas olas de fervor que ella conoció" -decía la prensa francesa, que fue delante de su muerte un poco fría.

En verdad, Isadora murió a tiempo, cuando París ha madurado para la danza estúpidamente canalla de Josefina Baker, cuando, a fuerza de condescendencia para las aficiones yanquis -que en esto son de una grosería de pirata-, París ha acabado por entregar, como una alcahueta, sus mejores salas a una danza antítesis de la suya.

Yanqui era ella también, Isadora, pero yanqui irlandesa, y, en todo caso, de una generación que no había caído en el sótano hediondo de lo negrero.

Curiosa venganza la de los negros sobre los ingleses de Norteamérica: los que viajan en carros especiales como los bueyes; los que aparte comen, rezan y existen, y no pueden abrazar un cuerpo de mujer blanca, sin que los hijos de Lynch caigan sobre ellos y les dejen derramando sobre el pavimento la única blancura suya, la de los sesos, han comunicado a su enemigo, el lector de la Biblia, el superblanco, como algunos lo apellidan, su inmundo zangoloteo de vísceras, y les han creado los ritmos bestiales con los cuales en Nueva York ahora se despierta, se vive el día y se duerme.

Isadora se ha salido de la enorme sala de charleston que ha vuelto el mundo, en buena hora, y con no sé qué elegancia de visitante pulcro que, cuando ve borrachos a los señores de la casa, abre la puerta y se desliza.

¿Por qué no ha de haber un Ángel concedido a algunos y que elige la hora mejor en que deben irse? Sería un verdadero Ángel de la buena muerte, que tomaría cuidado, no como el otro, el Custodio, de cómo vivimos, sino de cuándo debemos morir, para desahogo completo de los demás, cuyo leo gozo se estorba. Un Ángel sería ese de la muerte de Isadora, tan feliz como el de sus victorias, que buscó bien el día y la hora, preciso como una entidad pitagórica, Y celoso como un vehemente amigo del cielo.

Ya está enteramente libre el tablado para las ancas que azulean o hacen un juego de espejos negros, de la Baker del cabaret... La muerta no alcanzaba a restarle un décimo de la clientela, es verdad. Se había vuelto monótono ese cuerpo de un solo color, como la columna, que cuando se descubría parecía bostezo blanco a los ojos echados a perder de los civilizados, echados a perder como sus paladares. Sus juegos de velos -de los más nobles velos que habéis hecho vosotros, unos hilanderos de la Francia artesana- aburrían como el arte sin propósito fisiológico que se busca en París al comenzar la noche. El cuerpo con insinuación de árbol puro, de fresca línea vegetal, el cuerpo con deseo de sugerir las colinas perfectas de Italia, de Francia, de todos los paisajes, se volvía ya un poco "pompier" para los que de cuatro zancadas han dejado atrás esa naranja exprimida de la naturaleza...

Hace pensar el "pendant" de las dos yanquis. Isadora venía, además de su sangre irlandesa, de esa otra sangre que es la cultura adoptada. Venía, pues, de su pasión de los griegos. La otra viene de ese sótano de la especie al cual bajan las fuerzas de la bestialidad -electricidades ellas también- que sofocamos a medias todos los días, que echamos a un lado como mosquito zumbón, y que se almacenan por no sé qué secreto de la física, y salen un día arriba con cuerpo y nombre, hechas un cuerpo y un nombre. Josefina Baker pertenece, ella también, a los documentos de nuestro tiempo. Y hasta es útil el caso de su éxito para prueba de que hemos volteado como un bolsillo todas nuestras teorías estéticas. El que las caderas y el vientre de Josefina Baker complazcan de este modo a la "élite" blanca, significa que las cosas que no se le parecen se nos han vuelto odiosas o que cuando menos no nos importan.

Yo me pregunto siempre lo que viene después del "documento Josefina Baker". -"Viene la mona de más grandes asentaderas" -dice un cínico- "que llegará del Sudán, a recoger los billetitos azules de diez francos de París".

Tal vez no, tal vez venga, pero con largo compás de espera, otra Isadora delgada, fluida y elástica como ella, otra que pertenezca al orden del agua, en la cual la zoología, para alivio nuestro, se olvide. Porque el hastío, el demonio que a Baudelaire le hizo gustar frenéticamente de la javanesa, es a la vez el encanallador y el lavador de nuestros gustos. No se puede masticar mucho tiempo el tabaco fuerte y fétido de la danza negra, sin abrir la ventana momentos más tarde. Yo oía de un joven hace poco esta confesión de asco: "Dan ganas de leer libros de mecánica y hasta de geología, si usted quiere, en vez de toda suciedad de cubierta amarilla con su bandita de recomendación pornográfica". Y tal vez vamos camino de la Venus Urania de nuevo. Pitágora nuestro, sí, pasando por el cabaret que huele a pomadas caras de hombres y mujeres, de Josefina Baker, la musa fisiológica.

Consuélese así la muerta, la mejor danzadora blanca, como dicen los que hacen con la otra un hemisferio del baile.

Que su nombre lave un poco a su pueblo. Ella venía de los yanquis todavía próximos a Whitman y a Emerson, y cuando apareció en Europa, se miraba en su cuello fresco la raza sin arrugas ni fatiga. Estaba, mejor dicho, entre Whitman y Emerson, en el punto en que el paganismo quiere trascender a otra cosa. Solían separarse en ella, según los motivos interpretados, las dos tendencias. Pudo decir como la gran Delmira: "A veces toda soy alma y a veces toda soy cuerpo"; pero su voluntad era casi siempre, según la norma del tejedor de gobelinos, cruzar, en triángulos, el cuerpo de la idea de cada movimiento feliz. Aun en lo donisíaco ella buscaba volverse símbolo, y este anhelo la liberaba, y enteramente, de caer en el movimiento animal. Para algunos críticos la perjudicaba este afán de trascendencia. No, por cierto; la guardó del felinismo negro, de la gesticulación de simio, de la preponderancia del vientre y de la nalga sobre el hombro, el cuello y los pies. Naturalmente, todo esto, el insistir más en la mano que es tan expresiva como la comisura de la boca, que es el pétalo mismo del espíritu, sobre el ombligo centelleante de que usa tanto Josefina Baker, no era sino predilección natural de un arte superior que opta siempre por los medios más puros, aunque éstos no sean los más directos ni los eficaces sobre la inmunda masa.

Cuando apareció en los escenarios de París era dueña de los tablados la gastada danza coreográfica de la escuela italiana. Lo suyo se encontró al principio un poco pedante. Para algunos pudibundos apareció también demasiado sensual por el atrevimiento -que no es en buenas cuentas sino lealtad- de mostrar desnudo un cuerpo que las bailarinas de la falda de diez centímetros guardaban todavía en ese mínimum. Giran rápidos los mundos, el de la danza sobre todo, y la línea total de Isadora, veinte años después, ha venido a ser la mayor suma de decoro...

Ha dejado detrás de ella un universo de gestos y actitudes, entre el cual ella está, ahora que la recordamos, como una almendra blanca y fija. ¡Fija la móvil, la deslizante Isadora! Vamos agrupando en torno de cuerpo ya inmutable de Sirio, sus visajes y sus ritmos. Ellos siguen viviendo en el aire para nosotros, como los ritmos de los grandes poetas que detrás de ellos continúan en ronda sobre los paisajes, inaplacados, llevando, por el siglo cuando menos, su impulso sobrenatural.

Y si la pensamos en su nicho largo, célula blanca y esbelta, para ella -la esbeltísima- es como una sembradora de gestos en la tierra que le hacen ahora ceñidura. Podrían nacer margaritas de formas insospechadas, violentas de radios inéditos, debajo de su mano.

Cuesta más con ella que con muerta alguna entrar en el sentido de la inercia definitiva, de la obediencia a la línea yacente. Tal vez la extraña muerte que le dio el destino fuese ese, violenta, porque la otra, la muerte del cuerpo poco a poco con sumidura de nínfea en el agua, la muerte que da al cuerpo una lenta tendedura de trigo, era la imposible para ella, la erguida y huyente, pues la hubiese esquivado como la serpiente llena de sabiduría.

En: Prosa de Gabriela Mistral. Alfonso Calderón, comp. Santiago: Editorial Universitaria, 1989.