ESCULTURA CHILENA:
LAURA RODIG

A los diecisiete años, Laura Rodig obtenía en un Salón Oficial la segunda medalla de escultura, que otros obtienen en plena madurez. Después de ese éxito, vino la obra de la Vida, la de las duras manos. Laura Rodig hubo de dejar su taller, sus amigos, su vida artística, para ir a ese Magallanes, lejano y glacial, donde es posible cualquier arte menos éste y donde yo la vi alguna vez tirar la greda cristalizada por el frío en sólo una noche con gesto de infinito desconsuelo.

Dos años baldíos de labor; pero no perdidos del todo. Sus lecturas de ese tiempo dieron a su arte lo que no tenían aún: la absoluta conciencia, la seguridad de sí misma. Hasta entonces había logrado maravillas precoces, por intuición; ahora sabe lo que quiere; conoce su alma, ha sentido en las horas de introspección espiritual palpar su sensibilidad, como se ve, desde la playa, la inmensa palpitación del mar. En sólo unos meses de reposo, han salido de sus pequeñas manos tres obras que han de admirar muchos en este Salón Anual: un busto vigoroso y elegante a la vez de F.S.; un autoestudio, nota de idealidad que da el ensueño, y una cabeza que ha llamado "Gracia" y que es exquisita y admirable.
Como todos, ha tanteado antes, sin conocer las líneas definitivas de su temperamento. Hoy sabe que, como Donatello, lleva en sí el anhelo de la delicadeza y el de la fuerza a la vez, cosas sólo en apariencia contradictorias; una delicadeza suave y firme y un vigor sin exageraciones grotescas, el vigor tranquilo de los antiguos.

Yo he visto esta juventud arder en la llama de la belleza, como arden otras en la llama del mundo, vivir en ella como en el aire y en la luz, hacerla un éxtasis de los días. Yo he sentido, viéndola modelar el barro humilde con el que se hace la frente del héroe o los labios del dolor en un rostro, la santidad del polvo del camino...

Tiene Laura Rodig el sentido de esta divinidad del Arte, que lo será hasta después que los hombres hayan roto impíamente su último Dios; siente que él es una forma de la religión, que hasta puede ser por sí solo una religión purificadora, capaz de depurar el corazón, fibra a fibra.

Modesta, lo es por fuerza de su talento y de su juventud. Sabe que nadie hace la obra definitiva a los veinte años y se prepara, sin fiebre, para esa obra de arte en que ha de dejar el molde eterno de su alma.

Para mí, una de las cosas que revelan la calidad de un espíritu es la capacidad de admirar, el encendimiento continuo ante la belleza pequeña y la grande y ante sus diversas y a veces encontradas fases. Laura Rodig es un alma hecha para admirar. Ningún veneno en sus juicios; una alegría muy verdadera para el triunfo del compañero. Y el culto de los maestros, hondo y ardiente, los nombres Rodin y Mestrovic siempre enlazados con sus impresiones y su credo artístico. Los dos: el latino y el eslavo, aquél con un rayo de Grecia todavía en su frente y el otro con una visión enloquecida del alma contemporánea.

He aquí, pues, un espíritu bello, que aparece en nuestra raza. Son tan raros, que cuando se les encuentra es preciso entregarles ampliamente la comprensión que no han de ir a pedir al filisteo, y hay que señalarles a aquellos que suelen pasar sin detenerse ante la obra de los jóvenes, sólo porque son jóvenes.

En la tierra de Rebeca Matte y de la cordillera tajeada., debía aparecer una escultora más que nos dé, un día el ancho resplandor de otros mármoles eternos que poner junto a los de Plaza, el malogrado, y Simón González.

Diciembre de 1920.


En: Grandeza de los oficios. Gabriela Mistral. Roque Esteban Scarpa, comp. Santiago de Chile: Editorial Andrés Bello, 1979