Recados sobre Michoacán


3 de julio de 1944

Michoacán se halla en el sartal de lugares magistrales del globo, y es en él cuenta de fuego, como el guayruro. El Estado mexicano de la gracia orográfica, lacustre y folklórico, comienza por no ser calenturiento como Tehuantepec ni frígido como la yacija del Tarahumara; Michoacán no delira ni se empala, no vive congestionado aunque produzca la caña y aunque le hayan caído en suerte los primeros plátanos que acarreó don Vasco de Quiroga.

La región galanea ondulada de sierra baja, de cuchillas y de colinas, y brilla laqueada de cafetal, mata luminosa de tan barnizada que es; como la hembra amorosa y un poco envalentonada de su hermosura, Michoacán tiene la relumbre del agua hacia todos los lados para que mejor le sobren que le falten espejos. Esta vez los espejos aventajan en renombre a la dueña misma: más se dice Lago de Pátzcuaro o Cascada de la Tzaráracua (Cedazo en idioma tarasco) que Michoacán. Por esta liberalidad del agua será tan aseado el indio tarasco que, si no huele a café, en los días del tueste, no huele a nada.

Como tierra subtropical, el verdor no ralea ni se empaña en ella por las estaciones zurdas de otoño e invierno. Al viajero le sobra el calendario: la buena estación es el año cogido por cualquier dedo del mes... Él va a encontrarse allí con una templanza que parece elaborada por el Genio de las isotermas. Y cuando enseña Michoacán de justeza en los sentidos, de clemencia en el alma, de melodía en el vivir, yo me lo tengo por consecuencias de ese clima sin demonios extremosos.

La raza tarasca (originaria de Michoacán) muestra un curioso cartel de virtudes casticísimas, de condiciones temperamentales y de destreza y primores artesanos que, desplegados dentro del friso nacional, la harán ganar siempre la disputa de los Estados por la preeminencia. Michoacán vence a pura gracia; otros Estados se quedarán como los Migueles batalladores de la meseta alácrita, él se calla, camina y vuela con la vara de Gabriel en la mano de aire y los ánimos y los pies se le van a la zaga. Los dones de la casta que hacen su leyenda y sus veras, su alegoría y su realidad, serían más o menos éstos: Primero, una muy cernida ruralidad, una cultura de fineza que corre del ojo al habla, al tacto y a los gestos de sus hombres y de su mujerío, sea la que sea su clase social. Plebe no se halla ni buscada; bolsas envalentonadas de ricachones tampoco, sino un pueblo pobre y pulido, que parece labrado por una doble ebanistería estética y cristiana.

El maya lleva más hermosura, el poblano más civilidad, el oaxaqueño mayor fortaleza; el tarasco parece el Abel-Seth, labrador de la huerta cabal e inventor de una vida cuyo secreto los otros no logran: solaz sin frenesí y convivencia dulcísima.

El segundo de sus atributos sería la lengua tarasca, que los filólogos dan como segundona de la maya, llena de unos esdrújulos que saltan en agudos cohetes y cargada de la combinación "tz", gloria en la boca nativa y purgatorio en la forastera...

Su tercera condición, que los fieles le dan por virtud y los otros por insania, es su religiosidad, que como una cera noble lleva todavía en sí las diez preciosas digitales de don Vasco de Quiroga, su santo civilizador. Por más que los chuscos llamen "mochería" (religiosidad) esta densa catolicidad, ella debió salir de horno consumado para no carearse hace tres siglos. La manufactura humana que dio y sigue dando, defiende la hornaza y la manipulación, y aboga por ella.

La cuarta vocación tarasca serían las jícaras de guajes (calabazas) saqueadas y floreadas a pulsos batientes de color, artesanía generalmente mujeril y que hace el júbilo de todas las mesas. Las jícaras meten de casa adentro la loca luz de afuera, cascabelean en muros y aparadores y, durando medio siglo, con un alarde increíble del pobre "mate" (fruto de la cucurbitácea en el que se bebe el mate) pardo transfigurado en luz.

La quinta hazaña tarasca se la daremos al baile regional, "las canacuas", que se danzan con cestos floridos y nacieron con música melliza, es decir, creadas a la misma hora y minuto que sus pasos y figuras. La casta no es abotagado sino ágil y parece haber bajado al mundo para bailar primero su paganía y después su cristiandad.

La sexta se la lleva el café de Uruapán, Moctezuma, que reina sobre los otros cafés del país, y apegado a él, un chocolate cuyo rango no arranca del cacao sino de las manos brujas que en el truco de la preparación lo transforman en cosa mejor, dando la ilusión de un trastrueque de la materia misma.

La séptima honra michoacana la puso la aldea de Jiquilpán, donde nació el mayoral agrario Lázaro Cárdenas, tajador y parcelador del latifundio. Michoacán enfrenta a su mestizo con el zapoteca Juárez, porque si éste salvó a México de volverse galo-alemán, aquél salvó la revolución de veinte años de quedarse en la mano india vuelta polvo y ceniza. (Las revoluciones criollas acaban en granjería y logro de la clase media.)

El projimismo azteca-español abre sus puertas sin más que silbar en un patio -y abre no a un nombre ni a una amenaza de soldadesca, sino a la aventura y a la gracia, o mejor, a las dos cosas juntas. Un mozo que llega de ciudad grande, que "dice" con ingenio, que canta y no es hinchado sino llano, y habla con el dejo del lugar, llega a donde quiere, aloja una noche, o se demora, o se queda cuanto se le antoje. Al tercer día ya se conoce a todos, a la semana se tutea con media villa, y al mes ya parece que nació allí... Muy bien si el allegado ayuda a cosechar el café o a tumbar la caña; pero si sólo paga con el cariño y la chispa, basta y sobra.

Yo dormí en tantas casas que no puedo contarlas; comí en las mesas más dispares los guisos de las más varias cocinas; comí en tarasco y en zapoteca, en yaqui y en otomí. El común denominador de estas cocinas lo ponían las especias, las incontables hierbas de olor, el ají guerrillero de la lengua, el maíz abrahámico, dividido en doce tribus de sabor y color; pero de una a la otra región, el México imponderable (título del bello libro-clave de R. H. Valle) que es maestro en el arte de matizar para diferenciar, logra dar novedad a sus materias y desorienta de tal modo con los trucos culinarios que cualquier "carnita" puede parecer venado y la perdiz, faisán. Con todas sus bayas y sus cereales y sus bestezuelas finas me agasajaron e hicieron de mí por el repertorio de mesas, de costumbres y de vínculos inefables, la curiosa industria chileno-rnexitli que me volví... ¡Ay, pero no sabía devolver el agasajo! Yo era una mujer de australidad, fría, lenta y opaca. Mucho más tarde les respondería con la tonada del sur y la cara vuelta hacia sus ternuras y a sus generosidades.

En: Prosa de Gabriela Mistral. Alfonso Calderón, comp. Santiago: Editorial Universitaria, 1989.