LA ORACIÓN DE LA MAESTRA

¡Señor! Tú que enseñaste, perdona que yo enseñe; que lleve el nombre de maestra, que Tú llevaste por la Tierra.

Dame el amor único de mi escuela; que ni la quemadura de la belleza sea capaz de robarle mi ternura de todos los instantes.

Maestro, hazme perdurable el fervor y pasajero el desencanto. Arranca de mí este impuro deseo de justicia que aún me turba, la protesta que sube de mí cuando me hieren. No me duela la incomprensión ni me entristezca el olvido de las que enseñé.

Dame el ser más madre que las madres, para poder amar y defender como ellas lo que no es carne de mis carnes. Alcance a hacer de una de mis niñas mi verso perfecto y a dejarte en ella clavada mi más penetrante melodía para cuando mis labios no canten más.

Muéstrame posible tu Evangelio en mi tiempo, para que no renuncie a la batalla de cada hora por él.

Pon en mi escuela democrática el resplandor que se cernía sobre tu corro de niños descalzos,

Hazme fuerte aun en mi desvalimiento de mujer, y de mujer pobre; hazme despreciadora de todo poder que no sea puro, de toda presión que no sea la de tu voluntad ardiente sobre mi vida. ¡Amigo, acompáñame!, ¡sosténme! Muchas veces no tendré sino a Ti a mi lado. Cuando mi doctrina sea más cabal y más quemante mi verdad, me quedaré sin los mundanos; pero Tú me oprimirás entonces contra tu corazón, el que supo harto de soledad y desamparo.

Yo sólo buscaré en tu mirada las aprobaciones.

Dame sencillez y dame profundidad; líbrame de ser complicada o banal en mi lección cotidiana.

Dame el levantar los ojos de mi pecho con heridas al entrar cada mañana a mi escuela. Que no lleve a mi mesa de trabajo mis pequeños afanes materiales, mis menudos dolores.

Aligérame la mano en el castigo y suavízame más en la caricia. ¡Reprenda con dolor, para saber que he corregido amando! Haz que haga de espíritu mi escuela de ladrillos. Le envuelva la llamarada de mi entusiasmo su atrio pobre, su sala desnuda.

Mi corazón le sea más columna y mi buena voluntad más oro que las columnas y el oro de las escuelas ricas.

¡Y, por fin, recuérdame, desde la palidez del lienzo de Velázquez, que enseñar y amar intensamente sobre la Tierra es llegar al último día con el lanzazo de Longinos de costado a costado!


LA MADRE

Vino mi madre a verme; estuvo sentada aquí a mi lado, y, por primera vez en nuestra vida, fuimos dos hermanas que hablaron del tremendo trance.

Palpó con temblor mi vientre y descubrió mi pecho. Y al contacto de sus manos me pareció que se entreabrían con suavidad mis entrañas y que a mi seno subía la onda láctea.

Enrojecida, llena de confusión, le hablé de mis dolores y del miedo de mi carne; caí sobre su pecho ¡y volví a ser de una niña pequeña que sollozó en sus brazos del terror de la vida!


CUÉNTAME, MADRE

Madre, cuéntame todo lo que sabes por tus viejos dolores. Cuéntame cómo nace y cómo viene su cuerpecillo, entrabado todavía con mis vísceras.

Dime si buscará solo mi pecho o si se lo debo ofrecer.

Dame tu ciencia de amor ahora, madre. Enséñame las nuevas caricias, más delicadas que las del esposo.
¿Cómo limpiaré su cabecita en los días sucesivos? ¿Y cómo lo liaré para no dañarlo?

Enséñame, madre, la canción de cuna con que me meciste. Ésa lo hará dormir mejor que otras canciones.


POEMA DE LA MADRE MÁS TRISTE

¿Para qué viniste? Nadie te amará, aunque eres hermoso, hijo mío. Aunque sonríes como los demás niños, como el menor de mis hermanitos, no te besaré sino yo, hijo mío. Y aunque te agites buscando juguetes, no tendrás para tus juegos sino mi seno y la hebra de mi llanto, hijo mío.

¿Para qué viniste si el que te trajo te odió al sentirte en mi vientre?

¡Pero no! ¡Para mí viniste; para mí, que estaba sola hasta cuando me oprimía él entre sus brazos, hijo mío!



En: Gladys Rodríguez Monegal, Invitación a Gabriela Mistral (1889-1989), México, Ed. F.C.E., 1990.