UNA PUERTA COLONIAL

He quedado mucho tiempo delante de esta puerta de iglesia. Tendrá esta puerta de catedral ocho o diez metros de alto y cinco de ancho; la hicieron para que dejara pasar anchamente las multitudes. El alerce tiene una barnizada sombría que fraterniza con las piedras tristes, con las piedras austeras y anchas de la Catedral toda, con las naves heladas, con las figuras dolorosas de los altares.

Fue tallada totalmente, de extremo a extremo, y la hizo el artífice con una suavidad y una delicadeza que hace olvidar el leño y pensar en los materiales más dóciles: las plasticinas, los encajes. Cien mil figuras enlazadas: motivos florales y humanos, hojas que se enlazan, semblantes seráficos, ni rígidos ni blandamente graciosos, porque la rigidez no es cosa del misticismo católico y la gracia es siempre sensual.

Mirando esta obra inmensa, hecha para los siglos, como todo lo que hacían las generaciones anteriores a nosotros, pienso en el tiempo que fue necesario para entregarla.

Quiero imaginar a un solo obrero, porque el trabajo individual ennoblece más la obra que el de un grupo, el de una muchedumbre. ¡Qué lentamente iría avanzando ese obrero nobilísimo! Tal vez comenzó la puerta en un día de esta primavera mexicana, luminosa hasta el resplandor; tal vez la madera que le entregaron tenía la fragancia vegetal de que está traspasado el trópico.

Fue pasando la primavera, vino el otoño y la dulzura de éste solía poner languidez en la mano del artífice; llegó el invierno, y la obra continuaba, y la mano seguía sobre la obra, como soldada con ella, por esa forma intensa de amor que es la faena artística, en la cual el hombre se enlaza a la materia con una especie de entrega mística.

No debe haber sido muy joven el artista, porque el joven trabaja con cierta violencia, con cierto ardor que no es propicio a las obras exquisitamente lentas. Prefiero imaginarlo un hombre maduro, apaciguado en muchas labores análogas.

Tenía esa mano un poco blanda, pero no laxa, que está como traspasada de la belleza que ha ido creando a través de la vida, y que es toda espíritu de haberse posado sobre las obras maestras.

Estas manos de artistas envejecidos son hermanas, por su color amarillento y su delgadez, de las manos del viejo sacerdote, que ha sentido cuarenta años el roce del cáliz y la patena.

Voy creando el semblante de ojos ardorosos, voy haciendo el cuerpo encorvado que trabaja la puerta colonial.

El, como todos los constructores del mundo, pasó como una sombra frente a su propia obra, que tiene también de mística el anónimo. El nombre del artista no se halla ni insinúa en un hueco; es menos glorioso que la hoja de acanto o de oliva glorificadas en la talladura.

Palpo con unción esta puerta, bajo la cual cruzaron los millones de muertos de una raza enorme, que es la mía, ennoblecida por el dolor que venía a apaciguar en las naves silenciosas. Y beso en una de las flores labradas al artífice desaparecido, el hombre que dejó tras de sí la obra perdurable sobre la cual cien años son apenas una veladura en el esmalte...


1924


En: Grandeza de los oficios. Gabriela Mistral. Roque Esteban Scarpa, comp. Santiago de Chile: Editorial Andrés Bello, 1979