SANTA CATALINA DE SIENA

Fue casi una política, esta Santa, un poco mujer de Estado, como diríamos hoy. Mística es menos que nuestra santa de Castilla. Y su caridad se me sume, como un agua escasa, al lado de la caridad franciscano, que ensancharía el mar.

Pero quiero contar el episodio bello y terrible de su vida. Eran los tiempos de las ciudades italianas celosas como mujeres. Siena odiaba a Perugia y en el momento peor de la rivalidad, cayó prisionero de los sieneses un caballero perugino. Pruebas en su contra no las había suficientes; mas, él era un perugino y fue condenado.

Catalina seguía, desde el convento, la vida de Italia entera. llenó de pesadumbre la sentencia. Cristiana, no le dolía la muerte del guerrero, sino su falta de fe, por la cual moriría de verdad. Y se presentó a la cárcel para hablarle. El duro hombre con resonancia de acero en los movimientos, la miró como a cosa de sueño. Catalina era hermosa; un pintor contemporáneo suyo nos ha dejado el precioso perfil: ojo largo, que llega a las sienes; boca agudamente pura; cuello delgado, y una mano que yo he mirado no sé cuánto tiempo: indecible de maravillosa. Y sobre su cuerpo inmaterial de enflaquecimiento, el hábito de las dominicas, que es muy hermoso.

Ella le habló con esa persuasión suya, que ablandaba a los más tercos Papas, y puso un ansia tan angustiosa en su ruego, y había en su acento tan tremenda certidumbre de eternidad, que el caballero se fue doblando como la varilla de hierro en la fragua, vencido por la gracia. Se convirtió, recibiendo los sacramentos, y prometió a Catalina que entraría contrito en la otra vida si ella lo sostenía en los últimos momentos, acompañándolo hasta el sitio en que sería decapitado.

El día del suplicio, Catalina estuvo allí. El la buscó entre la masa de hombres, y sonrió a las ropas blancas y a la cabeza inclinada. Cuando el verdugo puso su cabeza sobre la piedra, Catalina le miró ávidamente, recordándole el juramento. El hizo un signo tierno que ratificaba. Y se dobló con dulzura hacia las tinieblas.

Catalina recibió la cabeza que manaba como esos grandes puñados de hierbas acuáticas que levantamos de un estanque; la sangre le bañó el pecho; ella toda fue lienzo de Verónica; bebió en la sangre con la toca inclinada, con las manos, con su cuerpo entero. Miró la cabeza destroncado, buscando la expresión de la boca para saber, y halló derramada una gran paz sobre el rostro.

Para conocer la volteadora de su vida en esa hora breve, hay que leerse aquella carta "de la sangre", dirigida a su confesor. No sé de palabras más intensas exhaladas por mujer.


(Extracto del artículo "Siena", incluido en la Sección "Paisajes". Publicado en El Mercurio el 7 de diciembre de 1924)


En: Luis Vargas Saavedra Prosa religiosa de Gabriela Mistral. Santiago de Chile: Editorial Andrés Bello; 1978.