UN VUELO SOBRE LAS ANTILLAS


Digan lo que digan de la obligada fealdad de la máquina, a estas luces rosadas de las seis de la mañana en San Juan, yo miro hermoso y bien hermoso el aeroplano de mi primer vuelo. Aquí está, en la competente desnudez del aeródromo, al centro del campo, sin cosas que distraiga de verlo y de gozarlo, desnudo de la desnudez metálica, que es la mejor, iluminado y luminoso, con las alas en alto y los pies de rueda posados, como no lo hace el pájaro, y, antes de usarlo, yo lo miro y lo toco al mirarlo porque me gusta querer lo que me va a servir, al revés del ingrato.

Los tres motores ya ronronean y el ruido cubre el ámbito; su resollar me coge a mí antes de cogerme la pisadera.
Tan bonita es su esbeltez que se le olvidan contextura de fierro y peso; tan apropiadamente blanco que se toma toda la luz difusa de la montaña a medio subir.

Yo he postergado, como los más cerriles y las más cerriles, el viaje aéreo y es la necesidad la que me ha vencido al fin este miedo romántico-rural de una María de Isaac ya vieja y de un Martín Fierro de Elqui, todo junto.

Somos no más que cuatro y subimos al segundo pitazo. Los asientos resultan familiares de estar muy juntos y la cabina esta vez no importa nada, porque la cabina verdadera es el buen cielo antillano que nos guarda. Alguna cosa de cómico tiene la vuelta de la máquina sobre el campo antes de largarse, la comicidad del animalote híbrido hecho para suelos y aire.

Ya subimos, y aunque tenía el ojo puesto sobre la rueda izquierda, no supe bien cuándo fue que salimos.

Me acuerdo de unas lecturas sobre el vuelo y en especial del vuelo contado por Andreieff. Esa embriaguez la probara la del piloto, que no es la nuestra. Arrellanados en una silla de marroquí, sin riesgo ni incomodidad, sin aire circundante, más burgueses que el grueso viajero de pullman, más que el de camarote de barco, cuanto tiene de heroico y de libre un vuelo, nos lo mata la posición y la redonda seguridad. Lástima de fraude.

A pesar de esta conjuración de vulgaridad y de confort yo me empeño en "sentir" el vuelo, en probarlo sobre mí y en "darme cuenta".
Ya me despedí de la dulce y querida isla de Puerto Rico en mi montón de amigos buenos. Ahora no me ocupo de la tierra que vamos pasando y pongo toda mi atención en sentir el vuelo, empecinada en que el viaje resulte diferente y no se me aniegue en la memoria con mis dos mil viajes de tren.

El día es tan quieto, tan seguro está también el aire, que no tenemos balanceo alguno sino apenas uno que otro viraje que yo siento gracias a mi atención, o, a lo mejor, a mi buen deseo.

La máquina de volar es ya casi perfecta y si no fuera por el resollar que han de vencer en ensayo próximo, se la olvidaría enteramente.

Yo quiero sentir el aire y el abandono en la cosa versátil, pero el buen piloto y el mejor mecánico se las arreglan para que la maravilla se mate a sí misma.

Mejor es que mire la tierra, la isla que es tan pequeña como para que, en un mes, la haya atravesado yo tres veces.

¡La puerilidad que se vuelve la tierra en un momento! Pasan los palmares, "los altos palmares" que todos han dicho y son una especie de pobre maizal ralo y bajo; pasan los toronjales de mi embobamiento y son un huerto de kindergarten; chato e ingenuo pasan los platanares voluptuosos y cada uno de ellos dibuja una especie de punto de cruz en la tierra, el punto de cruz de cañamazo escolar; pasan los campos de caña de azúcar y de algodón y me distingo los primeros gracias a mi ojo experimentado en su verde neutro y sobrio que se separa del verde baladí de los segundos.

Mi isla, mi graciosa isla, tan linda de ver cuando se anda por ella a pie, a caballo y hasta en el automóvil estropeador del paisaje.

Una gracia solamente le queda a mi isla: la de las colinas que la rizan entera de un rizo continuado y menudo que es casi el rizado mecánico de las Venus modernas. Sus olores fuertes se me acabaron; su color se me destiñe, y ahora únicamente puedo gozaría con un tacto imaginativo en las colinas insistentes, blandas y verdes, que no se le acabarán hasta que no se acabe ella misma.

Ya se nos quedó atrás, a los pasajeros que son de ella y a mí, que también lo soy por mi amor viejo de las islas y sobre todo de estas islas nuestras.

 

Ahora es el Caribe absoluto, el mar con nombre salvaje de indio salvaje y que en tomo de Puerto Rico apenas tiene oleajes, abrumado de calor como la gente antillana, perezoso para levantar marejada, pero bello siempre de azul legítimo.

Yo no sé si la Madre Ceres trepada en un aeroplano 1931 sentirla humillación más grande que la mía de ver su tierra reducida a pizarra con palotes y cuadrados infantiles. Porque yo soy tan terrestre como ella, y siento la humillación y me duele.

Maestra de geografía unos años, caminadora siempre del suelo verde, metida treinta años en bolsillos de cordillera, ¡cómo este vuelo me desprestigio el ídolo con sólo achicármelo!

¿Era no más que eso la tierra, la muy definitiva y la muy ancha? Era no más que eso: un garabateo de ríos que se vuelven hilachas y de sembradíos en rombos primarios.

Yo no tengo ninguna gana de que sea no más que esa jugarreta de niños sin imaginación en una bandeja de arena y paja. Entre estas dos cosas -que se me prestigie el aire en vez de ella y el cielo se me desate más para que yo trueque por el suyo mi culto de la vieja madre - yo optaré por no volver a subir, por no volar de nuevo. "Románticos somos" y mi romanticismo del suelo boscoso y de las montañas me duele en la prueba como todas las vanidades alimentadas mucho tiempo. Yo no aprenderé a volar aunque me vendan en pocos años más aquel aeroplano mínimo y unipersonal de que hablan ya los alemanes. Yo quiero a esa que está allá abajo, descolorida, desabrida y aplanada y no tengo ni disposición ni tiempo para desaprender este amor que me afirma y me satisface.

Ahora la isla ya no es nada, ni apunte borroso. Vamos entre los dos inhumanos que se llaman aire y mar, hermosos y salvajes inhumanos.

Haremos con el aire lo que hemos hecho con el mar; poblarlo de maquinitas resopladoras y nuestras, y él se nos quedará tan árido y tan hosco como se nos quedó el otro: sólo la tierra es socia de nuestro dulce negocio de vivir y a mí se me dobla en el vuelo la ternura de ella como de la nodriza vieja que, baldada y grotesca, se quiere aún.

El Caribe que jugó de desmenuzar en miga el continente (o alguno que aquí estaba) ya nos pone allí la otra isla, la vieja Española. El precioso archipiélago le cumple bien a la aviación sus antojos con esta y la otra pisada oportuna, con esta pasadera de islas en hebra, que ella toma y suelta en un itinerario de jugarreta.

Tierra boscosa en masas: ingenios de azúcar; pueblecitos rojos, pueblecitos abigarrados y luego la Santo Domingo clara y derramada.

Los amigos, otra vez los amigos que me ahorran los fastidios del desembarco y la búsqueda de la calle que nunca sé.

Digan lo que quieran de la falta de unidad de nuestra América, este viaje y estos viajes míos pasando de un país al siguiente como de un barrio al otro barrio y llegando a ellos como a mi casa (estando tan lejos la casa mía) no me dejan convencerme nunca de la extranjería que me cuentan empecinados; este poder llegar a veintiún países con el mismo "buenos días" y el mismo gesto de conciudadanía natural que me aceptan sin petición expresa.


Santo Domingo, agosto, 1931.

En: Gabriela anda por el mundo. Roque Esteban Scarpa, comp. Santiago: Editorial Andrés Bello, 1978.